Sao Paulo. En el día del Mineirazo, la ciudad de Sao Paulo amaneció lluviosa.

Era toda una rareza durante esta cobertura, en la que hemos experimentado los fríos de Sao Paulo y el calor de Río de Janeiro, pero casi siempre el sol nos ha recibido sonriente. Así no fue el martes, 8 de julio. Sao Paulo amaneció gris, tal vez un presagio de lo que le esperaba a Brasil. 

El plan de cobertura establecido antes del Mundial me trajo a Sao Paulo en este memorable día. Mi compañero Alex Figuería estaba en Belo Horizonte, y a mi me tocó cubrir la semifinal en Sao Paulo que terminaría disputada entre Argentina y Holanda.

A la distancia, viví el Mineirazo en el centro de prensa del Arena Corinthians. 

De camino al estadio, para iniciar mi jornada laboral, conversé con el taxista sobre el partido que se aproximaba. El taxista me comentó lo mismo que me habían dicho la mayoría de los brasileños en día previos. “Alemania estará difícil”, aseguró. “Pero si Brasil le gana a Alemania, no pierde la Copa”.

Sin el lesionado Neymar y sin el capitán Thiago Silva, en Brasil se lo presentían. Pero los brasileños son personas alegres, que siempre le tienen una sonrisa a todo. Por eso se mantenían optimista. Ni en sus peores pesadillas contemplaban la idea de perder por 7-1. Eso era impensable, devastador, todo una humillación.

El fútbol a veces puede ser muy cruel. A los brasileños, el balompié les dio siete apuñaladas dolorosas. El Maracanazo de 1950 se quedaba pequeño frente al semejante espectáculo que montaba Alemania en el Mineirao. No había acabado la primera mitad, y ya las lágrimas rodaban por las mejillas de los brasileños.

En el Arena Corinthians, la conferencia de prensa de Argentina comenzó al filo de las 8:00 de la noche, unas dos horas luego que acabara el partido en Belo Horizonte. Tras enviar todas mis historias a las 9:30p.m., decidí tomar el metro hacia el centro de la ciudad en vez de tomar un taxi al hotel. Quería tantear el ambiente.

Una vez fuera del estadio, comencé a escuchar varias detonaciones de petardos en los alrededores. Era el mismo ruido que ya había experimentado cuando Brasil anotaba goles durante el Mundial. Pero en el día del Mineirazo, no hubo ocasión para celebrar. Así que supongo que estaban explotando todos los petardos que habían sobrado. 

Tan pronto subí a la estación de Itaquera (la que está al lado del estadio), noté la diferencia. Silencio. Miradas perdidas. En un banco, un señor de unos 60 años se llevaba las manos al rostro, como si fuera Luiz Felipe Scolari en el banquillo de Brasil. A su lado, una pareja de adolescentes  mantenía silencio. Ella estaba en la falda de él, solamente mirando a las vías.

Ya en el vagón, un hombre de unos 30 años miraba por la ventana la oscuridad de la noche. Nadie decía nada. Algo totalmente inusual, considerando lo ruidosos y habladores que son los brasileños. 

En la estación Patriarca, se montó un grupo de jovencitas que no pasaban de 18 años. Gritaban, vacilaban, un total alboroto. Hablaban del partido. Ante semejante interrupción del luto, todos en el vagón las miraban con rostro de “este no es el momento para relajar”. A mi lado, un señor mayor me comenzó a hablar en portugués, un idioma que cada vez entiendo un poquito mejor. “Sabíamos que íbamos a perder. ¿Pero 7-1?”. Se rió y se paró para bajarse en la próxima estación. 

En una de las próximas estaciones, fui testigo de algo impensable. Unos cuatro muchachos brasileños irrumpieron en el vagón, gritando y cantando. Dos de ellos llevaban camisas de Brasil, y uno de Argentina. En portugués, comenzaron a entonar cánticos y, ante la sorpresa de todos, comenzaron a gritar “¡Argentina, Argentina, Argentina!”. No les importaba. Estos muchachos eran parte de ese pequeño sector de brasileños que se tomó la derrota como si fuera un vacilón. Ante todo, una sonrisa. De nuevo, las miradas molestas se posaron sobre ellos.

Ya en una de las últimas estaciones, se montó otro grupo. Uno de los muchachos llevaba una bandera de Brasil sobre sus hombros. Hablaban en voz alta del partido y criticaban la defensa. La ausencia de Neymar no fue clave. “Si Neymar jugaba, perdíamos 10-0”, dijo el joven, aludiendo las pocas habilidades defensivas del “crack” brasileño.

Llegué a la última estación, a la cual ya tenía que coger un taxi para llegar a mi hotel. Una vez en el carro, la tristeza continuó. Este taxista no me dirigió la palabra, ni prendió la radio.

Después de todo, era una noche de luto en Brasil. 

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