Río de Janeiro. Lo acepto, el domingo me levanté con ansiedad.  No era cualquier cosa a lo que me enfrentaba. La final de la Copa del Mundo de fútbol es, posiblemente, el evento deportivo más importante del planeta, y a mi me tocaba reseñarlo. 

En el Maracaná había algo distinto en el aire, contrario a otros partidos que cubrí en la Copa. En el césped, 22 jugadores batallaban por el máximo honor del balompié. 

En las gradas, la sensación también era única. Los aficionados, al igual que los jugadores, lo daban todo; el ruido proveniente de las hinchadas era ensordecedor. Pero, a la vez que alentaban, imperaba ese estrés y angustia de que su equipo estaba a un partido de ganar el Mundial, o de caer en el profundo dolor de la derrota.

Esa angustia se evidenció en los últimos minutos del tiempo regular, cuando todo el mundo dejó de cantar y los fanáticos se dedicaron a seguir cada toque del balón, mordiéndose las uñas.

El gol de Goetze fue muy rápido. Vi cómo el balón le cayó y, con un veloz movimiento, envió el balón a las redes. Delirio en las gradas, los jugadores alemanes corren al campo. Desde mi asiento, no podía ver la repetición del televisión. Tardé un par de minutos en poder ver el gol de nuevo en la pantalla gigante, y apreciar la joya anotada por el alemán. Esa es una de las desventajas de los juegos en vivo.

Tan pronto acabó el partido, me quedé un tiempo más en las gradas. Desde que tengo conocimiento, he visto por televisión a los futbolistas alzando copas. En esta ocasión, estaba allí, y no quería perderme la oportunidad.

Si algún día tengo nietos, ya tengo otra historia para contarles.  

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