Una medalla de oro olímpica no se da por casualidad. Detrás de ese glorioso momento, hay una vida de sacrificios y frustraciones; de lágrimas y risas.

He cubierto a Mónica Puig Marchán desde que dio sus primeros pasos en el olimpismo puertorriqueño. Hace seis años, una chica de 17 años se presentaba como seria candidata a medalla en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Mayagüez 2010.

Como periodista deportivo, con el tiempo, uno coincide en múltiples coberturas con el mismo atleta. Cuando hay respeto mutuo, se va desarrollando una buena química, con la responsabilidad profesional siempre presente.

En mi caso, comencé a crear una buena relación con Mónica. La cubrí en los Centroamericanos de Mayagüez 2010, y luego en coberturas internacionales como los Panamericanos de Guadalajara 2011 y Toronto 2015, y los Centroamericanos de Veracruz 2014. Además, he seguido su cerca su carrera en la WTA, con múltiples entrevistas telefónicas.

Rápido caí en cuenta que Mónica no era una deportista cualquiera. Desde ‘teenager’, Mónica fue una atleta clara en sus metas: quería ser la mejor del mundo y ganar grand slams. De cierto modo, cualquiera pensaría que era una atrevida e ilusa al ponerse esas metas. Esa hambre la combinó con una personalidad humilde, sencilla y carismática. Siempre tenía una respuesta para todo. Era una mezcla interesante, así que algo me decía que no era una atleta cualquiera. A esta chica había que seguirle los pasos bien de cerca.

Sin embargo, cuando hablo de Mónica, siempre he resaltado algo: su amor por Puerto Rico y la alegría que le da vestir nuestra bandera en el uniforme. Cuando juega con el llamado Equipo PUR, celebra las victorias como si cada una fuera un campeonato de ‘grand slam’. Y nunca ha faltado un podio en una competencia de ciclo olímpico.

Por otro lado, los reveses le afectan y nunca esconde las lágrimas. Es una pasión poco común entre los atletas de ese nivel, pues Mónica, número 34 del mundo, es una de las mejores tenistas de este planeta.

Tocó fondo... y hoy es campeona olímpica

Ayer, 13 de agosto de 2016, se convirtió en una campeona olímpica. Pero fue un proceso; fueron muchas las lágrimas entre medio. Y esa medalla de oro llegó poco más de un año después de, posiblemente, el momento más bajo de su carrera.

En los Panamericanos de Toronto 2015, Mónica no andaba bien. En el circuito de la WTA pasaba por una temporada irregular. Y entonces llegó el balde de agua fría: una derrota en semifinales contra la mexicana Victoria Rodríguez, quien ni siquiera figuraba entre la mejores 300 tenistas del mundo.

Tras perder, Mónica salió a toda prisa de la cancha. Como periodista, salí corriendo a la zona mixta -donde coinciden atletas y reporteros- para intentar tener su reacción.

Mónica me vio, puso abajo su mochila, y lloró. Lloró desconsoladamente por minutos, sentada en la brea. Sabía que había “defraudado” a Puerto Rico y eso era lo que más le dolía. Incluso, tiró un tuit con tres palabras: Perdón Puerto Rico…

No obstante, se secó las lágrimas, y dio cara. Y esa es otra fortaleza de ella: en las buenas y en las malas, siempre contesta. No se esconde ante el fracaso.

“Obviamente me tengo que poner las pilas. Porque si juego como jugué hoy (ayer), no hay chance para nada. Estoy en un muy mal momento en mi carrera… tengo que ver cómo voy a salir de ahí”, dijo Puig un 15 de julio de 2015 tras perder contra Rodríguez en Toronto.

Eventualmente, Puig ganaría una medalla de bronce sobre la estadounidense Lauren Davis. Pero terminaría el 2015 clasificada número 92 en el mundo, con más preguntas que respuestas, y los llamados “expertos” apuntando a que no haría mucho más en el tenis.

Para muchos, su pico ya había llegado entre el 2013 y el 2014, cuando adelantó a la cuarta ronda de Wimbledon y ganó su primer y único título de la WTA -hasta el momento- en Estrasburgo.

Y llegamos al 13 de agosto de 2016. Campeona olímpica. Una puertorriqueña de 5’7” de estatura que, por un día, es la mejor tenista del mundo.

Era algo que pocos veían posible. Pero los que hemos seguido a Mónica Puig desde hace años, sabemos que ese talento siempre ha estado ahí, buscando su momento. A Mónica no le importaba que Garbiñe Muguruza, con su misma edad de 22 años, ya estuviera número cuatro del mundo y con un título de grand slam. Tampoco le importaba que Madison Keys, de 21 años, ocupara la novena posición del ranking.

Mónica siempre estaba segura de que su momento llegaría.  La entrevisté en la primera semana de julio, a poco menos de un mes de los Juegos Olímpicos de Río. Le pregunté sobre Garbiñe, y qué pensaba sobre que una tenista de su edad ya estuviera número cuatro del mundo y con  un título de grand slam en su resumé.

“Yo sé que mi momento va a venir. Si viene ahora, bien, si viene más tarde, bien. Pero va a venir porque yo sé que voy a trabajar bastante fuerte para llegar a mi momento y cumplir mi sueño. No me trato de enfocar en lo que están haciendo las otras. Lo que estoy haciendo ahora vale la pena, y voy a seguir echando para adelante”, dijo Puig.

Pero pocos imaginaron que llegaría un 13 de agosto de 2016, con La Borinqueña sonando en unos Juegos Olímpicos.

¿Y lo más increíble de todo? Estoy seguro de que en el libro de Mónica Puig quedan muchos capítulos más por escribirse.