Amour. El tema central de este excepcional filme del cineasta austriaco Michael Haneke está justo ahí, en su título, tan explícito como la cruda realidad que expone en pantalla, brutalmente desgarradora y conmovedora al unísono. No hace falta saber francés para entenderlo, pero sí hay que haber amado para internalizar la profundidad de su argumento y, aun así, habrá quienes se preguntarán si en verdad son capaces de amar con semejante devoción.  

Todo lo que acontece en esta soberbia obra –ganadora de la Palma de Oro en Cannes y el Oscar a la mejor película extranjera-, aflora de ese sentimiento en su manifestación más incondicional de cara a la inevitabilidad de la muerte, incluso cuando no lo parece en dos de sus momentos más chocantes.  Haneke, auteur conocido por una filmografía cargada de cinismo y exenta sentimentalismo, se encarga de representar la muerte sin adornos. La vemos tal y como lo suele ser la mayoría de las veces: indignante, fea, trágica… lenta. 

Para ello, el director reúne a dos íconos de la cinematografía francesa: Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, el dúo de mejores actuaciones que se vio el pasado año en el séptimo arte. La pareja de ancianos encarna a Georges y Anne, un matrimonio de maestros retirados que viven en un pequeño apartamento en Francia, donde transcurre el 99 por ciento del filme. De entrada sabemos que Anne fallece: la cinta inicia con las autoridades irrumpiendo en el apartamento y descubriendo el cuerpo de ella tendido sobre la cama. Es entonces cuando Haneke nos devuelve al pasado, a tiempos mejores, pero no por mucho tiempo.

La relación de Trintignant y Riva es tan natural, tan añeja, que a Haneke tan sólo le toma breves minutos transmitir que este es un matrimonio que ha estado unido durante décadas. Hay ternura en sus intercambios, el sentimiento de toda una vida vivida, por lo que cuando Anne sufre un episodio en el que se queda atónita, genuinamente nos preocupamos por su bienestar. La operación que le realizan para desbloquearle una arteria no es exitosa, paralizándole un lado del cuerpo, y de ahí en adelante el deterioro de su salud es constante, sin misericordia   y, sí, lento.

El hecho de que sabemos cómo termina no le resta poder a esta magnífica propuesta. Haneke nos prepara de antemano para una estremecedora experiencia cinematográfica, hecha más rigurosa aún por el hecho de que todos, tarde o temprano, pasaremos por lo mismo, o algo similar. El único destello de esperanza en su pieza proviene del título, manifestado en la cinta por Trintignant con la paciencia y resignación de un hombre que toda su vida ha sabido que este día llegaría, y por Riva, con una actuación de asombrosa valentía, que la expone en cuerpo y alma ante los espectadores.

Cuando se anunció que Haneke trabajaría en un filme llamado Amour, los que conocemos su canon no pudimos evitar pensar que tenía que tratarse de una ironía, como si le faltase un signo de interrogación al final de la palabra. Pero no. El renombrado cineasta entrega aquí su pieza más íntima y humanista, capaz de provocar tantas lágrimas como escalofríos. Como en muchas de sus películas, queremos apartar la mirada, pero no podemos. Es una experiencia difícil, dolorosa… lenta. Lo lento es lo peor de todo.