Lo primero que se aprecia es el sonido. Inevitable, pues la sala está totalmente oscura, y mientras aparecen y desaparecen en el ennegrecido recuadro los créditos de Antes que cante el gallo, se escucha el bullicio, la música y los cantos de una escuela en plena celebración del descubrimiento de Puerto Rico. De pronto, se escucha una voz preguntar: "¿dónde está 'Carmín´?", y de inmediato esta irrumpe en pantalla como una fiera indomable, huyendo a toda prisa del colegio, ataviada con el tradicional traje de jíbara y sin el más mínimo deseo de bailar una plena. La joven halla refugio entre las raíces de una ceiba, donde consigue escapar de su hastío a través bocanadas de nicotina y la música que sale de sus audífonos, capaces de ensordecer los ruidos del campo puertorriqueño del que tanto anhela largarse.   

Es así como el director Arí Maniel Cruz –junto al impecable diseño de sonido de Maite Rivera Carbonell- introduce al espectador al mundo en el que habita la protagonista, una adolescente en el umbral de la pubertad, hastiada de la cotidianidad del pueblo de Barranquitas en el que reside, de la intransigencia de su abuela paterna, de las promesas incumplidas y las ausencias abismales que resiente en su vida. “Carmín” comienza la película perdida –literal y figurativamente-, y la historia que traza para ella la guionista Kisha Tikina Burgos en este particular drama de rito de paso, es su camino a encontrarse.

Los días de “Carmín” -interpretada por Miranda Purcell con la genuina rebeldía de la adolescente que aún es- siguen un incesante ciclo de asistir a la escuela y pelear acaloradamente con su abuela, “Gloria”, encarnada por una irreconocible Cordelia González, cuya clase y trayectoria añaden gran peso a esta producción del patio. Mientras la joven solo ve reglamentos y barrotes, “Gloria” no halla cómo guiar a su nieta para evitar la repetición de una historia que parece conocer muy bien, y cuyos fantasmas regresan a la vida de ambas en la forma de “Rubén” (José Eugenio de Hernández), el hijo de “Gloria” y el padre que “Carmín” no conoció. 

El retorno de “Rubén”, quien acaba de salir de la cárcel, despierta en “Carmín” sentimientos encontrados que coinciden con su primer periodo. Tanto el libreto de Burgos como la dirección de Cruz exponen estas emociones sugiriendo una atracción entre padre e hija, que si bien podría entenderse por parte de ella dentro de las circunstancias –atraída a un macho alfa que para los efectos es un total extraño-, la de él resulta problemática, más aun cuando esta termina siendo una cortina de humo que se queda en el aire sin aparente motivo ni resolución. Mientras la inclusión de este detalle va a tono con los tabúes de la sexualidad que Cruz y Burgos exploraron en Under My Nails, aquí es más una distracción del grueso del argumento.

Reserva aparte, el guión de Burgos y la determinada actuación de Purcell se distinguen especialmente por la manera como capturan el duro pasaje de “Carmín” de la infancia a la adolescencia, confrontándola con nuevas experiencias, a la vez que rompe paradigmas de su crianza. Entre los aspectos más memorables de la trama figura la forma en la que la joven descubre la hipocresía detrás de la religión, momento que no sería tan valioso de no ser por cómo Burgos lo retoma más adelante para destacar la madurez emocional que ha adquirido “Carmín” a lo largo del filme. El desdén da paso a la comprensión, la angustia al amor, hasta coincidir en una conmovedora escena en la que se evidencia por qué Cordelia González es una de las primerísimas actrices puertorriqueñas.

En el aspecto técnico, la película impresiona en todos los niveles. Aparte del mencionado diseño de sonido que tanto le agrega a la atmósfera –más que la música a cargo de Eduardo Cabra, melódica y memorable por sí sola, pero demasiado reusada fuera de una secuencia-, la dirección de Cruz deja una gran impresión. Su preferencia por el uso de la cámara en mano le da al filme un aura de desasosiego que armoniza con el estado emocional de “Carmín”, y junto a la estupenda cinematografía a cargo de Santiago “Chago” Benet –quien hace de la celebración de una Fiesta de la Candelaria una sublime danza entre el fuego y la noche-, establecen un nuevo pedestal de la calidad cinematográfica a la que deben aspirar los largometrajes puertorriqueños.