Birdman es quizás el filme más presuntuoso de Alejandro González Iñárritu hasta ahora, y eso es mucho decir tras 21 Grams, Babel y Biutiful, tres largometrajes sumergidos hasta la coronilla en la miseria de sus personajes con miras a que extrapoláramos profundos mensajes de sus respectivos sufrimientos. Con su nuevo largometraje, el cineasta mexicano –quien ahora se acredita como Alejandro G. Iñárritu, porque González parece ser un apellido demasiado común para un verdadero auteur- apuesta a la comedia para que también salgamos iluminados de la sala tras absorber su revelador argumento de por qué Hollywood y por ende nosotros, los que consumimos su chatarra, estamos matando el séptimo arte.

Su blanco son los blockbusters, específicamente las cintas de superhéroes, a las que públicamente ha llamado “veneno” y “genocidio cultural”. Por supuesto que el señor Iñárritu tiene derecho a su opinión, y hasta cierto punto comprendo de dónde nace. Es fácil ver el calendario de estrenos de aquí al 2020  y frustrarse al notar cómo los justicieros enmascarados se han apoderado del cine comercial, inflando una burbuja que en algún momento va a reventar. Sin embargo, si vas a atacar a este tipo de producciones por su alegada banalidad y no ser –según él- nada más que “un montón de explosiones y efectos especiales”, no puedes hacerlo con una película tan llana como las que estás criticando. Peor aún: pecas de hipócrita si lo que sobresale en ella es precisamente el espectáculo. 


Para subrayar su tésis, Iñárritu –quien escribió el libreto junto a otros tres guionistas- recurre a Michael Keaton para el papel principal de “Riggan Thompson”, una exestrella de las cinta de superhéroes que ahora busca resucitar su maltrecha carrera adaptando, produciendo, dirigiendo y protagonizando una renombrada obra del dramaturgo Raymond Carver en Broadway. La elección de Keaton sirve una doble función: por un lado brindándole la oportunidad de exhibir el tremendo talento que ha mantenido fuera de las cámaras por demasiados años, y por el otro sirviendo de un puente entre la realidad y la ficción. Es inevitable trazar comparaciones entre “Riggan” y “Keaton”, quien interpretó a “Batman” en dos filmes y rechazó regresar para otra secuela, decisión que muchos sugieren descarriló su trayectoria.

“Riggan” atraviesa una crisis artística y existencial en la que se cuestiona no haber vuelto interpretar a “Birdman”, el plumado superhéroe que lo hizo famoso y que ahora lo atormenta como un álter ego que le habla en el mismo áspero tono de voz del “Batman” de Christian Bale. El veterano actor incluso exhibe poderes de telekinesis que jamás se sabe si son parte de su desequilibrio mental o una manifestación de las habilidades de “Birdman”. Iñárritu borra repetidamente la división entre la realidad y la ficción en un aparente intento por mantenernos interesados en un aspecto de su narrativa con la expectativa de que esto conduzca a algo, momento que nunca llega.

El libreto postula –o más bien, grita desde un podio- una multiplicidad de ideas y cuestionamientos acerca de la relación del artista con su arte y la interpretación del mismo por parte del espectador –personificado exclusivamente por una periodista crítica de teatro que Iñárritu vilifica en la manera más patética posible-, pero el conflicto entre el llamado “arte verdadero” y el comercial se desarrolla superficialmente, y lo que aparenta ser esta profunda meditación no es más que la creída exteriorización de las frustraciones de un cineasta con lo que han sido las realidades del medio desde sus orígenes.


Por fortuna, la película resulta ser sumamente entretenida, tanto así como un blockbuster en el que los aciertos técnicos y la empatía que generan sus protagonistas sobrepasan sus aspiraciones temáticas. El elenco es uno de los mejores que han aparecido en pantalla en el 2014, con Keaton recordándonos lo talentoso que es capaz de ser con un papel que lo obliga a atravesar una amplio espectro de emociones. Su actuación es igualada –o, quizá, superada- por Edward Norton, como un engreído actor que se suma al reparto de la obra, y Emma Stone, como la hija de “Riggan”, que combate contra la adicción y se gana los momentos más genuinos y emotivos de la cinta. Sin embargo, la verdadera estrella de Birdman no está delante de la cámara sino detrás de ella.

El gancho de la película –y lo más que se ha comentado de ella, tanto en críticas positivas como negativas- es la ilusión de que fue completamente filmada en una sola toma, hazaña que realiza con absoluta maestría el experto cinematógrafo Emmanuel Lubezki. La cámara flota por los camerinos, escenario, tras bastidores y los alrededores del teatro donde la obra subirá a escena en pocos días, y Lubezki está ahí para capturar la acción sin aparentes interrupciones. Tal y como hizo Hitchcock en Rope, Iñárritu y Lubezki ocultan hábilmente los cortes, manteniendo la percepción de que nunca abandonamos a los personajes y resaltando la naturaleza teatral de la película, obligando a los artistas a actuar como si estuvieran en el escenario.

En vista de los señalamientos que realiza Iñárritu en contra del despilfarro de los efectos especiales que plaga el cine, resulta irónico que la razón primordial para ver esta cinta sea precisamente un efecto visual que termina siendo tan redundante como dos horas de explosiones. Junto al tremendo trabajo del elenco, la cámara de Lubezki vale por si sola el costo de la taquilla y es lo que rescata a Birdman del ruido generado por los aplausos de Iñárritu hacia sí mismo por su más reciente obsequio a los ingratos cinéfilos que no saben apreciar su arte.