Los problemas en A Good Day to Die Hard, la quinta entrega en la franquicia de Die Hard, comienzan desde su título, el cual logró superar al de su predecesora en niveles de estupidez. Sus “logros” comienzan y terminan ahí. No es el “A Good Day to” lo que molesta, sino el “Die Hard”. Esta secuela está tan apartada de la cinta original de 1988, que bajo cualquier otro nombre sería fácilmente ignorada como otra del montón.

Lamentablemente, la presencia de Bruce Willis –si se le puede llamar “presencia” a alguien que aquí trabaja en piloto automático- confirma que se trata de un nuevo capítulo en la vida de “John McClane”, el detective niuyorquino que en los pasados 25 años ha rescatado rehenes, impedido la liberación de dictadores, defendido a la ciudad de Nueva York de terroristas y salvado a Estados Unidos de una debacle cibernética. En su quinta aparición en pantalla, “McClane” completa su metamorfosis de tipo común a indestructible inmortal, casi robótico, pues Willis ya ni pretende estar interesado. Es un cheque fácil, y nada más.  

La trama de A Good Day to Die Hard parece sacada de los 80, en los últimos años de la Guerra Fría. McClane, quien nunca ha sido conocido por sus instintos paternales, viaja a Rusia para ayudar a su hijo, arrestado por asesinato. Al llegar ahí, de inmediato se ve envuelto en una persecución por las congestionadas avenidas de Moscú, destruyendo vehículos a diestra y siniestra, ajeno a por qué su hijo (Sebastian Koch) está huyendo junto a un prófugo. El director John Moore se encarga de que esta secuencia parezca que costó mucho dinero, con muchos aparatosos accidentes, pero cero coherencia visual. 

Resulta que McClane Jr. trabaja para la CIA (como les dije, Guerra Fría) y el recluso al que protege posee información que podría destruir a un corrupto burócrata que aspira a convertirse en Ministro de Defensa. El dúo McClane une esfuerzos para detener una crisis -digamos- nuclear, que podría tener serias repercusiones a nivel global. Sí, en A Good Day to Die Hard, John McClane finalmente tiene sobre sus hombros el futuro del planeta. 

Para ser la entrega más corta de la serie (97 minutos), el filme se siente tan largo como el invierno en Siberia. No hay ni un rasgo de humanidad en McClane -a penas se observan destellos de su sarcástico sentido del humor- que nos permitan simpatizar con él y creer, al menos por un instante, que este hombre de 57 años podría morir mientras salta de edificios o se revienta en contra de enormes ventanas de cristal una y otra vez. El suspenso es inexistente y el enemigo, que en las pasadas películas han sido –mínimo- carismáticos, aquí es prácticamente invisible. 

A Good Day to Die Hard es una oportunidad perdida de abordar el personaje de McClane con respecto al punto de su vida en el que se encuentra. Cuando el guión de Skip Woods intenta proveer un tipo de vínculo emocional a la maltratada relación entre McClane y su hijo, el resultado es risible y forzado. No es que la serie tenga que convertirse en un drama, pero al menos debería tratar a su protagonista con algún tipo de dignidad y respeto. 

Willis ya ha dicho que vendrá una sexta y, si esta genera ganancias, no lo dude que llegará. Seguramente ya hay un grupo de mercadeo en 20th Century Fox ideando un título, de esos tan “ingeniosos”. ¿Die Hard: Space Crisis? ¿Aliens Die Hard? Mejor no les doy ideas.