El dolor es palpable y trasciende la pantalla con agudeza, a través de la cámara que lo sigue y a la que está acostumbrado, mas esto no es otro reportaje, sino un documental acerca de los momentos más crueles de un pasado que no aparenta estar muy distante de su presente. 

Su nombre es Carlos Weber, y para toda una generación de puertorriqueños su rostro fue la cara de las noticias durante décadas. Muchos sabrán que es chileno, algunos quizás conozcan que fue preso político durante la dictadura de Augusto Pinochet, pocos comprenderán la angustia que aún lleva con él a flor de piel y la cual pone a disposición de la directora Arleen Cruz-Alicea, quien la plasma en su documental Cuentas pendientes, que estrena hoy en Fine Arts Café.

La cineasta se acerca a su sujeto como observadora, y aparenta haberle concedido al veterano periodista el espacio necesario para contar su historia de la forma más natural posible. A veces eso significa el uso de narraciones, provistas por el estoico Weber, cuyas memorias se reproducen a través del excelente uso de animaciones sobre el lugar de los hechos. La calle en la que lo arrestaron, el estadio donde estuvo preso. En otras, requiere mostrarse vulnerable ante la cámara mientras conversa por teléfono con su familia, que le canta feliz cumpleaños desde Chile, con 40 años de exilio ensanchando las millas de distancia.

El documental acompaña a Weber en un proceso de sanación entre el Caribe y Suramérica, captando reencuentros con amigos y familiares, con personas de la militancia tanto de Chile como de Argentina, que en algún momento fueron torturados bajo las dictaduras de los respectivos países. Entre sus testimonios aparecen recuerdos de alegría, de jugar futbol o alguna borrachera, pero las conversaciones siempre regresan al tormento, a las amistades perdidas, a las familias rotas.

La cámara nunca se aparta, al contrario. Su acercamiento se hace más pronunciado durante los recuentos de esos momentos de dolor, concentrándose en las arrugas, en el temblor de la voz de una madre que aún no encuentra consuelo a los años que perdió con su hijo “por tener un ideal”, como ella dice. A veces el enfoque tropieza, vagando entre una conversación y otra sin norte, pero al final no se trata del espectador, sino de Weber, el hombre a quien incluso una de sus mayores colegas admite no conocer bien, y que aquí cuenta una historia como ninguna de las miles que ha contado como periodista.