Detroit es una secuencia extraordinariamente realizada dentro de una buena película. El que la secuencia en cuestión comprenda la mayoría de los 143 minutos de duración la hacen ver cómo un trabajo mayor, pero una vez pasa el impacto de esta, es posible analizar el filme desde una justa perspectiva.  

Al igual que los últimos dos largometrajes de la directora Kathryn Bigelow, Detroit es una película de guerra. Quizás no una literal, en el campo de batalla, como The Hurt Locker, ni tampoco aquellas que se combaten mediante la tortura, los bombarderos suicidas y el espionaje, como Zero Dark Thirty, pero igual sigue siendo de guerra, la misma que Estados Unidos lleva luchando desde el siglo 19. El guión de su frecuente colaborador Mark Boal se basa en un cruento incidente que se suscitó en medio de los disturbios raciales que en 1967 transformaron a Detroit en un territorio bélico, con el gobierno estatal imponiendo un toque de queda y las Guardia Nacional patrullando las calles.

La experta dirección de Bigelow expone al espectador a este evento histórico a través de un manejo de cámara que simula la estética granosa, improvisada e inmediata de un documental. Los protagonistas se introducen rápidamente a media que la trama avanza desde múltiples direcciones –dos integrantes de una agrupación motown, un veterano de Vietnam, un guardia que vigila un supermercado de los motines, todos estos de raza negra- hasta que coinciden una noche en el motel Algiers, junto a dos jóvenes estilistas blancas, en busca de un respiro al caos diario que se vive en la ciudad.

Es aquí donde Detroit se convierte en una estremecedora película de terror, pues fue ahí donde la noche del 25 de julio de 1967 tres jóvenes negros murieron a manos de policías, luego de varias horas de tortura. Bigelow secuestra al público en esta asfixiante situación, donde la única escapatoria es salirse de la sala. La cineasta mantiene este nivel de intensidad por alrededor de una hora dominada por gritos, lágrimas, abusos, demencia y desesperación. Si su propósito era provocar náuseas, bravo. El que pueda realizarlo tan escalofriantemente es prueba de su maestría, así como la del elenco, en el que sobresale Algee Smith como uno de los cantantes. Su compromiso con presentarlo con semejante crudeza se respeta... pero raya en el sensacionalismo.

El efecto es parecido a ver los vídeos tan trágicamente frecuentes de personas de raza negra, muchas veces desarmadas, muriendo a manos de la policía en Estados Unidos. Perturbadores, sí, y repetidos cada 15 minutos en CNN hasta que ya no es noticia o surge uno nuevo. Al hacerlo el grueso de su narrativa, Bigelow apuesta al shock, pero ni ella ni Boal ofrecen algo que lo hagan justificable. El tercer acto se le dedica a la resolución judicial de estos crímenes, pero se siente más como una coda extendida.

Es estúpido esperar que una película pueda proveer respuestas, ni mucho menos soluciones, a esta enfermedad endémica de Estados Unidos, pero acabamos conociendo más detalles sobre los sanguinarios hechos que de aquellos que los vivieron en carne propia. En Detroit vemos el “cómo”, “cuándo” y “donde” con lujos de detalles. El “quiénes” y “por qué” se queda mayormente en el aire.