No hay manera de ver el anzuelo que lanza Paul Thomas Anderson en los primeros minutos de Inherent Vice -del que cuelga una suculenta carnada bañada en los arquetipos del film noir y la rebeldía del cine de finales de los años 60- y no querer morderlo vorazmente. La impecable puesta en escena que el maestro cinematográfico logra en su séptimo largometraje y el misterio (o misterios) que hilvana como telaraña encima de ella, resulta tan irresistible como una bolsa de papitas para un mafutero tras descender del “high”, estado narcótico que aquí es provisto por la singular marca de droga fílmica que el director de There Will Be Blood rediseña con cada nueva película para hacerla más adictiva. 

Anderson canaliza a un amplia variedad de influencias del séptimo arte que abarcan desde Cheech & Chong hasta Robert Altman, con pinceladas de los hermanos Coen y Zucker para mantener el humor presente de principio a fin. Joaquin Phoenix se reúne con el director de la excepcional The Master para interpretar a “Doc Sportello”, un hippie que se gana la vida como detective privado -mitad “Philip Marlowe” en The Long Goodbye, mitad “The Dude” en The Big Lebowsky, dos filmes que Anderson ha señalado como inspiraciones- que se involucra en un laberíntico caso que se bifurca dos y tres veces, sumergiéndolo en un mundo criminal habitado por neonazis, un sindicato de dentistas, nebulosas sectas, abogados marítimos, barcos fantasmas y policías corruptos en la costa sureña californiana de 1970.

Habrá quienes a lo largo de los 148 minutos de duración se arrepentirán de haber sido pescados tan fácilmente por Anderson desde el cautivante prólogo –que culmina con otra de esas icónicas selecciones musicales que abundan en la filmografía del cineasta estadounidense, esta vez al compás del tema “Vitamin C de la banda Can-, quizá frustrados por la rebuscada narrativa y una multiplicidad de subtramas que no parecen dirigir a ninguna parte (aunque, les aseguro, todo tiene sentido). El director y guionista ciertamente no se encarga de simplificar la novela homónima de Thomas Pynchon -que marca la primera adaptación al cine de una obra de este renombrado autor-, pero la primera impresión me ofreció lo suficiente como para desear revisitarla lo antes posible. Y así lo hice, dos veces más para ser exacto, y de inmediato vi por qué el director Edgar Wright la renombró “Inherent Twice”, pues al igual que la mayoría de las obras de Anderson, no basta con verlas una sola vez, algo que es más cierto en Inherent Vice que en ninguna otra.

La trama aparenta estar oculta detrás de una espesa nube de humo de marihuana, pero su claridad es lo de menos. Anderson está más preocupado con las ideas que emanan de su nostálgica mirada –retratada cálida, fílmica y hermosamente por Robert Elswit en 35mm, con una radiante paleta de colores que podría ser descrita como “neon noir”- a ese punto en la historia estadounidense en el que el espíritu de lucha de toda una generación sucumbió ante la opresión del Estado, momento que Hunter S. Thompson famosamente describió como “ese lugar en el que la ola finalmente rompió y comenzó a “retroceder". La comiquísima y melancólica actuación de Phoenix denotan a un hombre aferrado –quizá inconscientemente- a un tiempo que lo dejó atrás, obligado a consumir drogas para subsistir en esta nueva realidad pero reacio a dejarse vencer por el sistema, aunque nunca es claro si es por convicción propia o porque el cannabis lo mantiene en un constante estado de indiferencia. 

La seductora prosa de Pynchon nos acompaña a través de la narración de una mujer con voz de sirena –provista por Joanna Newsom como “Sortilege”, personaje que podría existir o ser una alucinación de “Doc”- recitando babosería astrológica y datos tanto relevantes como irrelevantes a cualquiera de los varios casos que el detective acepta a lo largo de la cinta. En ocasiones, “Sortilege” funge como el “Pepe Grillo” de “Doc”, sirviéndole de voz interna en situaciones de peligro que comienzan a ser más recurrentes tan pronto acepta investigar el caso que le trae su exnovia –la sensual y enigmática femme fatale “Shasta Fay Hepworth”, memorablemente encarnada por Katherine Waterson-, quien le pide investigar la desaparición de su actual pareja, un magnate de bienes raíces llamado “Mickey Wolfmann” (Eric Roberts).

En su encomienda por hallar al amante de su exnovia, “Doc” se topa con una plétora de personajes que se hacen inmediatamente memorables aun cuando aparecen poco tiempo en pantalla, exponiendo una vez más la absoluta maestría de Anderson para trabajar con repartos cuantiosos. Estos incluyen a la exadicta “Hope Harligen” (Jena Malone), quien le pide al detective que por favor encuentre a su pareja, un saxofonista “surfer” (Owen Wilson) que la Policía ha dado por muerto; Benicio del Toro como el abogado en derecho marítimo de nombre “Saucho Smilax”; Hong Chau como una prostituta informante de “Doc”, a quien conoce en el establecimiento apropiadamente nombrado “Chick Palace” que incluye un especial diario de cunnilingus; la fiscal de distrito y amante del protagonista “Penny Kimball” (Reese Witherspoon); y el dentista periquero “Rudy Blatnoyd”, papel con el que el comediante Martin Short casi se roba la película. 

Ninguno de estos, sin embargo, sobresale de manera tan magistral como Josh Brolin en su interpretación del detective “Christian ‘Bigfoot’ Bjornsen” (otro más para la lista de nombres extraños que abonan al enredo del filme), con quien “Doc” tiene una relación de amor/odio. “Bigfoot” y “Doc” están tan conectados que este incluso es capaz de –literalmente- oler su presencia. A veces son aliados, pero la mayoría del tiempo se comportan como el coyote y el correcaminos, si el coyote fuese un abusivo miembro de la uniformada que ve a los hippies como los transmisores de un virus que debe ser erradicado. Las secuencias entre Phoenix y Brolin provocan las mayores carcajadas, pero también ofrecen una ventana al conflicto en el corazón de la propuesta de Anderson y Pynchon, la que está detrás de todos los cabos sueltos y los extravagantes personajes: el aparatoso choque cultural entre la década del 60 y 70, años trascendentales en la formación de la historia contemporánea estadounidense, cuando predominaba la paranoia e incluso los mayores defensores de imponer cambios al orden sucumbieron ante las inclemencias de lo establecido.

Ese es el subtexto que trasciende al primer plano cuando se le da otra ojeada largometraje, y los personajes pasan de ser los despenseros de trama a las ideas que representan.  Pero también puede ser disfrutado sencillamente como un “stoner comedy”, uno ejemplarmente hecho, claro está, tan placentero para la vista como para el oído gracias a la misteriosa banda sonora de Johnny Greenwood y una ecléctica selección de canciones de la época (el "dolly shot" al ritmo de "Journey Through the Past", de Neil Young, es uno de los más sublimes en la filmografía de Anderson) . El filme hace una buena pareja con Boogie Nights, otra historia acerca de personajes reacios a hacer la transición de un tiempo a otro. Anderson nos captura en cada escena con un reservado e hipnotizante movimiento de cámara –recurriendo mucho a “push-ins” casi imperceptibles- que nos acerca a sus circunstancias y nos envuelve en ellas independientemente de que tenga o no sentido con la que vino antes o después, porque ese no es el punto. Hay una escena en la que todas las pistas del caso se pegan en una pizarra, como mofándose del hecho de que no las piezas encajan. Al final, todas lo hacen, pero no se preocupe por eso. Anderson no lo hizo, y parece estar invitándonos a experimentar Inherent Vice siguiendo el ejemplo de “Doc”: inhalando, reclinándonos hacia atrás y dejándonos llevar por el viaje. Las introspecciones vienen después del “high”.