La comadrona que anhela ser madre, el joven que aspira a conquistar títulos boxísticos y el niño que apenas comienza a soñar.

Estos son los protagonistas de La granja, el primer largometraje del cineasta puertorriqueño Ángel Manuel Soto Vázquez, que ensambla en un tríptico cinematográfico las respectivas historias de estos personajes cuyos caminos se intersecan tangencialmente en alguna parte de Puerto Rico. Sabemos que es aquí porque -como boricuas- reconocemos sus escenarios, no porque se identifique al país por nombre. Reportajes de noticiarios que figuran en la trama hacen referencia a “la isla”, pero Soto Vázquez filma las galleras, hospitales, canchas, complejos de vivienda pública y terrenos baldíos en los que se desarrolla la acción con un distanciamiento que los hace ver cómo lugares comunes que se encuentran en innumerables rincones de Latinoamérica, huérfanos de promesa y donde abundan los sueños truncos.

Los personajes también comparten esas cualidades regionales que los hacen familiares sin atarlos a una nacionalidad en específico, aun cuando sus circunstancias son fácilmente identificables dentro de la realidad puertorriqueña, ya sea porque el espectador las ha vivido en carne propia, porque conoce a alguien que las ha experimentado o simplemente porque leyó las noticias policiacas del día de ayer. Decir que las tres historias terminan en tragedia quizá pudiese valerle a este servidor el calificativo de “chota”, pero esto está implícito incluso antes de que el título hace su aparición en pantalla.

Sin embargo, mientras la desdicha impera en la atmósfera de La granja, Soto Vázquez no se regocija en su miseria, falta en la que suelen incurrir este tipo de argumentos que giran en torno a la pobreza, la droga y la muerte.  El director y guionista consigue esto a través de unos personajes bien delineados, que si bien no cuentan con mucho diálogo, trascienden las limitaciones emocionales que pudiesen surgir de esta carencia gracias a su trabajo histriónico y del gran manejo de la camera. Su norte es mostrar, más que decir, un acercamiento que requiere de un diestro uso de la puesta en escena que queda muy bien expresado en esta ópera prima. 

Tras un breve prólogo en el que se presenta a los protagonistas, el filme se divide en tres partes, tituladas "La gallina”, “El gallo” y “La mula”. La primera se le dedica a “Ingrid” –interpretada estoicamente por Amneris Morales-, un comadrona que a diario se encarga de traer a este mundo hijos e hijas de mujeres drogadictas, mientras sufre en silencio la ironía del destino que le impide a ella convertirse en madre. En la segunda, se presenta a “Fausto” (César Galindez) y “Santito” (José Colón), el dúo de padre e hijo que aspira a emular los triunfos de Félix “Tito” Trinidad en el boxeo que les permita alcanzar inimaginables riquezas. Por último, tenemos a “Lucho” (Henry Rivera), el niño de escuela elemental que trabaja de mula entre el punto de droga y el caserío en el que reside.

Al tratarse de lo que en esencia funciona como tres cortometrajes, agregar más en lo que acontece en ellos sería decir de más. Como suele ser la norma en filmes con esta estructura, siempre hay uno o dos segmentos que logran destacarse por encima del resto, pero los tres exhiben un trabajo técnico de la más alta calidad. Mención aparte merecen la cálida cinematografía de Sonnel Velázquez, que hace el calor palpable dentro de la sala de cine, y la edición a cargo de Gabriel Coss y Soto Vázquez, que hilvana las tres historias en perfecta armonía.