La La Land
El aclamado largometraje del director Damien Chazelle intenta recuperar la magia de los musicales del pasado señalando a ellos.

Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 8 años.
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Hay que dársela a Damien Chazelle: el tipo tiene talento. No es cualquier director -y menos uno que apenas acaba de cumplir 32 años- el que en su tercer largometraje logra conquistar al público y críticos por igual con una enorme carta de amor a los viejos musicales de la época dorada de Hollywood. De entrada, la osadía de apostar a un género con una trayectoria marcada más por los fracasos que por los éxitos desde finales de la década del 60, merece un grado de reconocimiento. Su aclamada La La Land ciertamente no está exenta de méritos, como es de esperarse de una obra que ha gozado de incesantes aplausos desde su estreno hace cuatro meses en Venecia, pero su resplandor no es suficiente como para difuminar sus fallas.
Chazelle no pierde tiempo trayendo al espectador a su colorida fantasía hollywoodense, abriendo el filme con un elaborado número musical en medio de una congestión de tránsito en Los Ángeles que inmediatamente trae a la mente a The Young Girls of Rochefort (1967) de Jacques Demy, cineasta francés cuya imponente presencia gravita sobre la película hasta su escena final. A través de una audaz edición y extraordinario manejo de cámara, Chazelle aparenta utilizar una sola toma -técnica a la que recurre múltiples veces con asombrosos resultados- para mostrar a los conductores saliendo de sus autos y bailando sobre ellos mientras celebran “otro día de sol” -irónicamente en medio del invierno- antes de presentarnos a los protagonistas de este agridulce romance entre dos soñadores.

Ella es “Mia” (Emma Stone), una aspirante a actriz que se gana la vida desde hace unos años como barista de un café en el lote de Warner Bros. Él es “Sebastian” (Ryan Gosling), un experto pianista que vive frustrado por el hecho de que la gente no aprecia el jazz, género que –a su juicio- “está muriendo”, y que él se encargará de mantener vivo cuando consiga suficiente dinero para abrir un club (cualquier paralelismo entre el personaje y el director, ambos fungiendo como paladines de un “arte muerto”, seguro es pura coincidencia). La gran incógnita que pende sobre el filme es saber si ambos podrán apoyarse mutuamente para alcanzar sus metas o si alguno se verá forzado a sacrificarla para salvar su romance.
El guión estructura la relación en base a las temporadas del año, con la primavera marcando el comienzo del idilio y el verano su fortalecimiento. Chazelle traza el típico encuentro entre dos personas que al principio no se caen del todo bien hasta que la magia hace lo suyo, y es justo aquí, durante una fiesta en las colinas de Hollywood, el único momento en el que Stone y Gosling logran recapturar la chispa que tan bien manifestaron en Crazy, Stupid, Love. Ambos se expresan genuinos, espontáneos y libres de la falta de carácter que restringe el crecimiento de sus papeles, definidos exclusivamente por sus aspiraciones.
Durante la primera mitad resulta un poco más fácil obviar estas limitaciones gracias a que Chazelle mantiene el paso ligero con un número musical tras otro, aunque estos, también, traen sus problemas, porque mientras Gosling y Stone se defienden musicalmente, su aptitud para el baile se mantiene firmemente en lo promedio. La cámara se mueve con mayor gracia que ellos, principalmente en la secuencia sacada de The Band Wagon (1953) en la que ambos bailan en la calle durante el atardecer, pero ninguno de los dos es Fred Astaire ni Ginger Rogers, así que en lugar de escuchar el “clíquiti, cláquiti” de los zapatos de tap, lo que se oye es la gravilla mientras ambos arrastran los pies sobre el pavimento.

Eventualmente llega el otoño y de pronto la película olvida por un considerable periodo que es un musical, probablemente con toda la intención, pero ante la falta del espectáculo y las acrobacias cinematográficas, lo que sobra es ver a dos personajes escritos superficialmente luchando para mantener a flote un romance que nunca contó con una base sólida más allá de sus ambiciones individuales. Chazelle está tan preocupado con apuntar hacia los clásicos –incluyendo claras referencias a Singin’in the Rain, Casablanca, The Umbrellas of Cherbourg y The Red Balloon, entre muchas más- que olvida establecer razones para lamentar el rompimiento de la relación, y la efectividad de su ambicioso final –quizás no tan emocionante como el clímax de su Whiplash, pero expertamente realizado- depende de ese vínculo.
Lo que sí es una constante a lo largo del filme es la magnífica banda sonora de Justin Hurwitz, que anticipa e hilvana los distintos temas de cada temporada y personaje con la astucia de un experto orquestador. Al igual que Chazelle, Hurwitz también se inspira en la filmografía de Demy, particularmente la estupenda música de Michel Legrand, sirviendo de llena blancos a las carencias del libreto y –como todo buen musical- exaltando las emociones de los personajes. El trabajo de Hurwitz resulta esencial, y se podría decir que es la verdadera estrella de la película.
La realidad es que la mayoría del público contemporáneo probablemente no ha estado expuesto a algo como La La Land, y la distancia de este con respecto a las películas que tanto reverencia del pasado, le da carta blanca para tomar prestado indiscriminadamente, sacrificando lo que la pudo haber hecho distinguirse. Como tributo, está más que bien, y seguro pondrá sonrisas en muchos rostros este fin de semana cuando el público local acuda a ver si todo el “chijí, chijá” es merecido. Chazelle continúa dando pasos agigantados como cineasta y algún día quizás esté abierto a la idea de dejarle la redacción de guiones a otra persona, o al menos colaborar, para lograr algo que trascienda el encanto liviano y pasajero que atrapa en el momento en el que se ve, pero no perdura más allá del fin de los créditos.