Si nos dejáramos llevar por el prólogo de No Escape, parecería que estamos a punto de ver un retorno a las películas "charras" de acción de los 80. La cámara sigue los pasos de varios empleados de un hotel mientras realizan sus labores hasta concentrarse en el guardaespaldas de un político asiático. De repente se escuchan disparos, el mundo entra en pánico y un grupo de rebeldes capturan al político. Su ejecución por degollamiento se observa a contra luz, manchando la pantalla de rojo y en esta aparecen las palabras “NO ESCAPE” en letras gigantes. Casi se alcanza a escuchar un sintetizador.

Hace 30 años, esta secuencia habría sido seguida por la entrada de Chuck Norris, Jean-Claude Van Damme o Arnold Schwarzenegger. Hoy, nos tenemos que conformar con Owen Wilson. Muy buen actor, no me vaya a malinterpretar, pero lejos de ser una estrella de acción, lo que quizá resulte apropiado en vista de que No Escape se debate entre la violencia gratuita de una tonta película de acción o y el estrés de un drama de supervivencia al estilo de The Impossible.

La promesa de aquella escena inicial de que estaríamos viendo algo en la línea de Missing in Action o Commando se va desvaneciendo gradualmente a medida que el filme avanza y descubrimos que todo gira en torno a salvar a “los blanquitos” de “los marroncitos”. Wilson interpreta a “Jack”, un ingeniero estadounidense que se muda junto a su esposa y dos hijas a un país de Asia –que jamás se identifica por nombre- para trabajar en la planta de agua que maneja una compañía de Estados Unidos. A pocas horas de llegar al hotel, estalla una revolución tras un aparente golpe de estado y todos los extranjeros se convierten en blancos de los rebeldes, por lo que “Jack” se ve obligado a proteger a su familia.

Lo que procede son varias secuencias de acción competentemente filmadas por John Erick Dowdle (Quarantine, Devil), quien consigue capturar agudos momentos de tensión mientras la familia intenta mantenerse con vida, primero escapando del hotel y luego por las calles de la ciudad. Estos, sin embargo, rápidamente se tornan manipuladores -reduciéndose a encuentros cargados de xenofobia y racismo- que alcanzan el cénit de su morbo en una de las últimas escenas que involucra a una de las hijas pequeñas de “Jack” y un revolver. 

La breve aparición de Pierce Brosnan como un agente clandestino para ofrecer un discurso simplista acerca de la intromisión de los intereses estadounidenses en el extranjero y el círculo de violencia que esto genera, poco logra para añadirle sustancia al ocioso guión, escrito por Dowdle y su hermano, Drew. Su manejo del conflicto es tan retrógrado como su uso para proveer entretenimiento, algo que hace tres décadas podía excusarse pero hoy deja un muy mal sabor.