El holocausto judío de la Segunda Guerra Mundial ha sido reproducido tantas veces en el séptimo arte que prácticamente es un género en sí mismo. Lo horrores de este trágico capítulo de nuestra historia acostumbran a ser fuente de inspiración para el llamado “cine de prestigio” que solemos ver premiado durante estos meses de alfombras rojas, -aparentemente interminables-, por las que desfila la elite del medio. Allí se codean y se dan palmaditas en la espalda por interpretar prisioneros judíos, nazis u otros personajes característicos de esta barbarie, con miras a sostener resplandecientes estatuillas en sus manos y posteriormente agradecer a sus colegas por votar por ellos no sin antes hacer un llamado a recordar a las víctimas de este genocidio.

La frecuencia con la que se realizan filmes de esta índole da paso al cinismo que usted quizás acaba de percibir en mis palabras anteriores. Decir que “si has visto una película del holocausto, las ha visto todas” sonará como una burda generalización, pero a veces se siente así, más cuando tienden a usarse como carnada fácil para pescar nominaciones. Sin embargo, cada cierto tiempo llega algo como Son of Saul -largometraje húngaro ganador del Grand Prix en la pasada edición de Cannes- que nos hace ver el holocausto desde una perspectiva distinta, aunque en este caso sea una que se circunscribe puramente a la estética cinematográfica seleccionada por László Nemes para su impresionante debut directoral.

Son of Saul compite este año por el Oscar a la mejor película extranjera, obviamente, pero contrario a otras cintas del holocausto, su inclusión entre los nominados no parece responder meramente a la temática, sino a las virtudes de su puesta en escena. El tiempo que Nemes trabajó como asistente de su renombrado compatriota, el director Béla Tarr (Werckmeister Harmonies, The Turin Horse), evidentemente influyó en el singular estilo que ahora exhibe en su ópera prima, acercándonos a las atrocidades cometidas por los alemanes en los campos de concentración como nunca antes visto en pantalla.

Empleando un uso de cámara que evoca al hecho famoso de los hermanos Dardenne, Nemes sigue de cerca –muy de cerca- las acciones de “Saul” (Géza Röhrig ) un prisionero de Auschwitz que es forzado a limpiar las cámaras de gas y quemar los restos de los cientos de judíos que a diario mueren asfixiados dentro de ellas. Los tiros se componen en su mayoría de acercamientos extremos en los que predominan la cámara por encima del hombro con los bordes fuera de foco, dirigiendo la atención del público al centro del recuadro que el director encajona en un formato 4:3, recurso que abona al hacinamiento del protagonista a la vez que recrudece la angustia que experimenta. 

La trama se desarrolla en alrededor de 24 horas luego de que “Saul” encuentra -entre las montañas de cuerpos sin vida- el cadáver de un niño que identifica como su hijo y emprende una peligrosa misión para sepultarlo dignamente. El guión de Nemes y Clara Royer es la mayor debilidad de la obra, elaborando una turbia y compleja moral que no se puede discutir aquí sin revelar detalles del argumento y cómo estos alcanzan una resolución un tanto ambigua y quizás -incluso- decepcionante. 

Sin embargo, lo que no se le puede negar a Son of Saul es que se trata de un memorable debut cinematográfico a cargo de una nueva voz que demuestra poseer las destrezas necesarias para impactar a través de las imágenes. De alzarse la semana entrante con el Oscar, sería este un galardón muy merecido.