La película comienza como si por accidente (un terrible accidente) hubiésemos sintonizado MTV durante uno de sus especiales de spring break. Jóvenes bronceados y ultra tonificados se mueven en cámara lenta bajo el candente sol de las playas de Florida al ritmo de la música de Skrillex. La cerveza fluye en copiosas cantidades dentro y fuera de sus cuerpos –particularmente las mujeres-, por sus rostros, entre sus glúteos que abrazan los coloridos g-strings y los senos expuestos sin inhibiciones, en un ritual hedonístico que para algunos parecerá lo máximo y para otros la señal de que la humanidad necesita de una hecatombe que reinicie todo desde cero.

Mitad sátira, mitad comentario social, Spring Breakers será difícil de asimilar para los espectadores que no estén familiarizados con el trabajo de Harmony Korine, director cuya filmografía siempre ha desafiado una fácil categorización. Sus filmes no se rigen por una estructura estandarizada sino más bien gravitan entre los aspectos más oscuros y nihilistas de los seres humanos marginados, como las enfermedades mentales (Julien Donkey Boy) y la pobreza extrema (Gummo). Desde su debut como guionista con Kids (1995), sus argumentos han sido impulsados por el ocio -el mejor ejemplo siendo Trash Humpers-, o más precisamente, las acciones que esto provoca en las mentes más débiles y sin brújula moral. Korine es la antítesis de Terrence Malick, cineasta con el que paradójicamente comparte ciertas similitudes. 

Para los padres de jovencitas, en particular, esa secuencia inicial será una película de horror titulada “Papi, mami: me quiero ir a estudiar a Estados Unidos”. El bacanal puede ser tan atractivo como repulsivo. Sus participantes provocarán envidia o asco. Korine no fuerza ninguna de las dos lecturas y lo deja a decisión del espectador, aun cuando los bikinis, los colores neón y la espléndida cinematografía de Benoit Debie crean una belleza superficial que sirve de blanda costra a las podridas entrañas que se hallan en su centro, basadas en esa quimérica idea del “sueño americano” que coloca ante todo la búsqueda de la felicidad.  

Eso es precisamente lo que motiva a las protagonistas de Spring Breakers, cuatro estudiantes universitarias que desean asistir al receso de pascua en las playas de Florida pero no tienen dinero para el viaje y hospedaje, problema que resuelven fácilmente en un fantástico e ininterrumpido tiro de cámara en el que las vemos asaltando un establecimiento armadas de un martillo y una pistola de agua. “Pretende que es un videojuego. Que estás en una película”, le dice una a la otra a modo de comparación. Al otro día, van de camino a lo que más adelante describirán como “un lugar especial”.

No debe ser casualidad que entre las cuatro jóvenes se encuentren dos exestrellas de Disney: Vanessa Hudgens y Selena Gomez, quienes aquí parecen buscar deshacerse del calificativo de “niña buena” y “teen idol”. Korine parece estar haciendo un comentario acerca de cómo estas jóvenes viven expuestas desde niñas, solo para que al entrar en la temprana adultez observemos con morbo cómo estas celebridades se descarrilan y terminan drogadictas, deprimidas, en quiebra, muertas o todas las anteriores. La inclusión de dos canciones de Britney Spears -un claro ejemplo de este fenómeno-, especialmente “Everytime” en un montaje que se destaca como la mejor secuencia de la cinta, subraya esta intención.  

Junto a Ashley Benson y Rachel Korine (la esposa del director), los personajes de Hudgens y Gomez van en busca de los excesos y los encuentran en medio de una fiesta en un hotel, llena de drogas, sexo y alcohol, donde son arrestadas. A su rescate llega "Alien", interpretado magistralmente por James Franco como un rapero gangsta con ínfulas de Tony Montana que se dedica al trasiego de drogas. En una memorable escena –que en una realidad alterna sería mostrada en la ceremonia de los Oscar a los que Franco estaría merecidamente nominado- "Alien" hace alarde de todas sus posesiones: bóxers de todos los colores, balas de oro, Escape de Calvin Klein, Kool-Aid azul, ametralladoras y, por supuesto, Scarface en “repeat”, entre otras cosas.

“Ya’ll my motherfucking soulmates”, le dice Alien a dos de las chicas, las más desencajadas de las dos, luego de que ambas lo obligan a simular sexo oral con los cañones de dos pistolas que tenían en su boca. Es cómico, casi romántico, y absurdamente irónico, tanto como la llamada que “Faith” (Gomez) le hace a su abuela para contarle del “lugar más espiritual en el que ha estado”, antes de invitarla a volver con ella el próximo año. Korine repite este y otros discursos tal si fuesen mantras, como si los personajes necesitasen oírlos varias veces hasta creérselos. La repetición coincide con la elíptica narrativa que avanza y retrocede en el tiempo como si las vidas de estos personajes no estuviesen sujetas a él, atrapados en una burbuja ajena a la realidad.   

Al igual que todas las películas de Korine, Spring Breakers no es una experiencia fácil: al final siempre se siente la necesidad de un duchazo,  aunque mentiría si dijera que no es sumamente entretenida. El director no parece tener una agenda aunque sí un blanco claro: los excesos y banalidades de la cultura pop que sirven de idolatradas quimeras para toda una generación. Algunos la despacharan como “hueca” y estarán ignorando lo que yace en el subtexto de su argumento por su aparente estética de vídeo musical. Más allá de todos sus aciertos cinematográficos, lo que expone en pantalla es fascinante desde un punto de vista antropológico, psicológico y social. Fascinante y alarmante.