Desde que se anunció, parecía una terrible idea: realizar una secuela décadas después del estreno de la película original casi siempre lo es. 

El caso de Danny Boyle prometía ser aun peor por tratarse de Trainspotting, el filme que lo colocó en el mapa cinematográfico cuando llegó a los cines en 1996, sacudiendo la escena independiente con tanto ímpetu que sus influencias se sintieron por varios años, como réplicas de un temblor. Los fracasos taquilleros de sus más recientes largometrajes, Trance (2013) y Steve Jobs (2015), apuntaban a otro cineasta queriendo regresar a sus años de gloria con un título reconocido, pero la realidad es que no hay nada de “gloria” en T2 Trainspotting, y esto es justo lo que la hace una secuela digna de su predecesora.

La tristeza y el fracaso imperan en esta reunión del elenco original, Boyle y el guionista John Hodge, quien adapta la novela Porno, de Irvine Welsh, que continúa la historia del trío de yonquis que vimos por última vez hace más de 20 años. El paso del tiempo combinado con sus respectivos niveles de adicción a las drogas no ha tratado muy bien a ninguno de ellos, y el retorno de “Mark Renton” (Ewan McGregor) a su natal Edimburgo tras robarles a sus amigos 16,000 libras esterlinas, solo revuelca el avispero.  

El estilo ágil y ultra estilizado que Boyle ha estado cultivando y perfeccionando desde que irrumpió en el séptimo arte, es puesto al servicio de la película a modo de adorno. La música pop (al igual que Trainspotting, su secuela tiene tremendo soundtrack) así como las coloridas proyecciones y la rápida edición, se encargan de mantener la trama –acerca de cómo “Renton”, “Sick Boy” (Johnny Lee Miller) y “Spud” (Ewen Bremmer) intentan abrir un burdel- moviéndose a un ritmo entretenido y acelerado, mas esto no minimiza el tono deprimente del argumento: el hecho de que los protagonistas no hayan podido superar los errores de su pasado y ahora deambulen en los estragos de lo poco que hicieron con sus vidas. 

Visto de esta forma, Trainspotting y T2 Trainspotting funcionan como causa y efecto. El famoso monólogo de “Choose Life” reaparece aquí, aunque con una entonación más rabiosa, llena de frustración y hasta con algo de autorreflexión. Mientras el reencuentro con este trío provee cierto grado de risas y diversión, la sombra de la tragedia nunca desaparece del todo. Boyle y Hodge logran un perfecto balance entre mantener latente el espíritu del filme original y proyectar la cruda realidad de las consecuencias. Donde únicamente tropiezan es en el manejo del personaje de “Begbie” (Robert Carlyle), quien sigue siendo el mismo “HP” de siempre y no exhibe ningún desarrollo. Su único propósito en la trama es servir de antagonista, algo que diluye levemente el impacto del desenlace.

Sin embargo, los mejores momentos de la película no provienen de su insustancial argumento. Estos nacen de la fusión entre el pasado y el presente, específicamente en la manera como Boyle hilvana momentos emblemáticos de Trainspotting con nuevas secuencias que sirven de reflejo de estos. Por momentos la acción parece transcurrir dentro de un bucle temporal en el que el espíritu de la juventud y la resignación de la edad media que emana de estos personajes habitan en el mismo tiempo y espacio,  condenados a no poder comunicarse entre sí, prisioneros de la nostalgia y las decisiones mal tomadas.