Creo que casi no respiré durante el acto final de Argo, el tercer largometraje de Ben Affleck con el que deja rotundamente claro que ya no tiene nada que probar en esta faceta de su carrera cinematográfica. Es uno de los mejores directores de la actualidad y punto. 

La película arranca con el viejo logotipo de Warner Bros. de los años 70, y si esto le produce emoción es porque es un verdadero fanático del cine. Affleck evoca los clásicos thrillers políticos de esa época -como Three Days of the Condor y All the Presidentes Men- en esta historia basada en la vida real, pero no lo culpo si no lo cree. Los hechos que se presentan son bastante increíbles. 

En 1979, la embajada estadounidense en Irán fue saqueada por miles de estudiantes iraníes que exigían el regreso del shah que por años los mantuvo sumidos en la miseria y a quien le fue concedido asilo político en Estados Unidos. Capturaron a decenas de rehenes, pero seis de ellos lograron escapar en secreto y esconderse en la casa del embajador canadiense. 

Affleck interpreta a Tony Mendez, un agente de la CIA con vasta experiencia en sacar a personas de lugares peligrosos. Las opciones en este caso son limitadas, o mejor dicho, nulas. El nuevo gobierno del ayatollah Ruhollah Khomeini mantiene un fuerte contingente de militantes por las calles de Irán al acecho de cualquier ciudadano estadounidense, por lo que Mendez se ingenia un plan tan descabellado que podría dar resultados. 

Con la ayuda de un productor de Hollywood (Alan Arkin), un maquillista ganador de Oscar (John Goodman) y el legendario artista Jack Kirby (Michael Parks), diseñan la mentira perfecta: la producción de una nueva épica de ciencia ficción... que jamás llegará a la pantalla grande. Mendez viajará a Irán y se hará pasar como un productor de cine para entregarle a los seis estadounidenses sus nuevas identidades como parte de su equipo de filmación canadiense. 

Argo transcurre al ritmo de una bomba de tiempo a punto de estallar. Los militantes saben que hay seis rehenes perdidos y están empatando pistas para dar con ellos. Arkin y Goodman proveen tremendos momentos de comedia que sirven como una válvula de escape a la estrangulante tensión que se siente a lo largo de la película. 

La dirección de Affleck es ligera, precisa, sin un minuto de más ni de menos. El cineasta se ha destacado por su excelente manejo de un amplio elenco y aquí reafirma esa fortaleza. No hay nadie que sobresalga, ni siquiera él, por lo que todos componen una unidad de excelencia histriónica que trabaja al unísono y en la que también cabe destacar a Bryan Cranston, como el superior de Mendez en al CIA. Si algo le podemos agradecer a Breaking Bad, además de ser una de las mejores series actuales en la televisión, es que Cranston está recibiendo más papeles en el cine. 

El acto final de Argo, como mencioné al principio, dejará a muchos sin uñas. Una de las señales de todo buen director es hacer creer que todo va salir mal cuando se sabe que todo va a salir bien. Eso es doblemente cierto cuando se trata de hechos históricos, como éste, en el que es fácil buscar en Google la verdad. Affleck ya está a esa altura, canalizando a grandes como Sidney Lumet en lo que empieza a definir su propia voz. Cualquier proyecto al que esté vinculado debe ser razón suficiente para anticiparlo.


The Act of Killing

Ahora mismo, en Indonesia, decenas de asesinos en masa son reconocidos como héroes. Son celebridades. Nunca cumplieron ninguna condena, nunca pagaron por sus crímenes. Caminan por los centros comerciales como usted y como yo, y cuando se reúnen, hablan de sus torturas a miles con la misma indiferencia que recordamos lo que almorzamos hace una semana. 

Son pocas las películas que han logrado estremecerme como lo hizo el extraordinario y devastador documental The Act of Killing, producido en parte por Werner Herzog y Errol Morris. Los nombres de esas dos eminencias cinematográficas deben decirle bastante. En las notas de producción, Herzog confiesa no haber visto un filme “tan poderoso, surreal y escalofriante en la pasada década”, y si Herzog dice esto, hay que prestarle atención. 

Dirigido por Joshua Oppenheimer, el documental tuvo su estreno mundial aquí, en Toronto, y la reacción de todos los que la han visto ha sido la misma: absoluta perplejidad. El silencio en la sala tras culminar su presentación era indicativo de que había afectado al público. Yo no me pude mover de mi butaca hasta que acabaron los créditos. 

The Act of Killing inicia como si se tratase de un extraño sueño paradisíaco, con hombres y mujeres elevando sus brazos hacia el cielo con una hermosa cascada de fondo. Oppenheimer reúne a un selecto grupo de los viejos líderes de los escuadrones de la muerte que asesinaron a millones de comunistas en la segunda mitad de la década del 60 tras un golpe de estado, y los lleva a recrear ante las cámaras los crudos actos que cometieron. 

El principal de ellos es Anwar Congo, quien se describe como un gángster, palabra que, según él, significa “hombre libre”. Anwar es fanático del cine. Sus ídolos son John Wayne, Elvis Presley, Marlon Brando y Al Pacino. Se dedicaba a vender boletos en un teatro antes de que cayera el gobierno, y ahora se jacta de los cientos que torturó y mató con sus propias manos. Aparece en televisión para hablar de estos actos, como una estrella de cine aparece en el show de Conan para promocionar su nueva película. 

Anwar está emocionado por las cámaras que lo rodean. Harán una película sobre él que emulará estilos del film noir y los westerns, permitiéndole vestirse como, lo que dice ser, un gángster, y un vaquero. Sus amigos buscan personas dispuestas a aparecer en el documental y gritar y rogar por su vidas como innumerables lo hicieron. En el fondo vemos a las personas viendo la acción, riéndose por el acto improvisado de violencia ficticia que ocurre ante ellos, mientras al espectador se le congela la sangre. 

En una secuencia, recrean el saqueo de una aldea donde mataron a cientos y violaron mujeres. La escena es macabra, pero una vez culmina la filmación, todos se felicitan por lo bien que les quedó. Sin embargo, mi mirada no se apartó de una señora mayor, que se quedó atónita, conmocionada en el piso. Me pregunté si quizá para ella esto no era una recreación, sino un recuerdo. ¿La habrán violado cuando ocurrió en verdad? ¿Cuántas veces? ¿Habrán matado a su padre? ¿A su esposo? ¿A su hijo?

Pero entonces ocurre algo verdaderamente increíble, cuando el sueño de Anwar se va convirtiendo en una pesadilla. Recrear la violencia lo lleva a reflexionar sobre ella. Sigue siendo un monstruo, pero lo importante es que ahora se está percatando de que lo es. 

El final de The Act of Violence es sumamente poderoso y estremecedor. Anwar observa en televisión las viñetas que ha filmado con sus amigos recreando las torturas, violaciones y matanzas que décadas atrás cometieron. En una de ellas, él aparece interpretando a uno de los torturados. “¿Las personas que yo torturé... sintieron lo que yo estaba sintiendo en ese momento”, pregunta el anciano. “No”, le responde Oppenheimer fuera de cámara. “Lo sintieron peor, porque tú estabas haciendo una película y ellos sabían que los ibas a matar”. 

Lo que ocurre después me sacudió hasta el alma e incluso me hizo hasta sentir un poco -tan sólo un poquito- de pena por Anwar. Creo que eso me hace humano, algo que Anwar nunca fue.


También vi Post Tenebras Lux, del mexicano Carlos Reygadas, pero terminó a la medianoche, así que de esa les hablaré mañana. Hoy, en mi último día en el TIFF, veré Great Expectations, Passion, A Hijacking, Room 237 y Here Comes the Devil.