Era algo que no me esperaba. Estaba ahí, sentado ante la pantalla de cine, preparado mentalmente desde hace días para mi cuarta e inevitable cita con el señor Michael Bay y sus lucrativos Transformers, y -para mi absoluta sorpresa- todo estaba funcionando. Los nuevos personajes, liderados por Mark Wahlberg como un ingeniero/inventor (el mayor chiste de la película), no resultaban inmediatamente irritantes, la trama fluía coherentemente y a buen ritmo, y la acción alcanzaba a deslumbrar sin ser un ataque sin misericordia a los sentidos.  

Y entonces vinieron los otros 105 insufribles minutos de Transformers: Age of Extinction, y la cinta cayó tan precipitadamente como el crédito de Puerto Rico a nivel chatarra. Si el año pasado la tremenda Pain & Gain –el mejor trabajo de Bay en más de una década- resaltó las virtudes del cineasta a través de un material a tono con su estilo y sensibilidades, esta secuela lo muestra vago, repetitivo y en piloto automático. Los Transformers claramente han agotado todo lo que el director puede sacar de ellos y ahora el único reto que le ofrecen es ver cuántas pautas comerciales –cerveza, bebidas energizantes, ropa interior, audífonos de raperos famosos- puede incluir descaradamente cada cinco minutos.

Con una gratuita duración de 2 horas y 45 minutos, este es el largometraje más extenso que Bay realiza basado en los populares juguetes de Hasbro, y el primero continúa siendo el único decente. Los miles de millones de dólares que ha generado esta franquicia de Paramount Pictures le han concedido al director estadounidense carta blanca para hacer y deshacer lo que le venga en gana, porque ha quedado irrefutablemente evidenciado que estas películas son a prueba de críticas. La gente volverá a pagar por ver más de lo mismo independientemente de la calidad: más despilfarro de efectos especiales, más destrucción sin sentido, más robots gigantes y huecos. Es así como terminamos con este engendro cinematográfico, inflado hasta más no poder, y falto de alguien que grite “¡Ya! ¡No más! ¡Suficiente!” para restringir las peores inclinaciones de Bay.

La historia arranca cinco años después de los eventos de Dark of the Moon, con los Transformers convertidos en enemigos de la humanidad tras la aparatosa destrucción de Chicago. Un equipo de operaciones clandestinas vinculado a la CIA –liderado por Kelsey Grammer- está asignado a acechar a los malvados Decepticons alrededor del mundo, pero lo que este grupo esconde del gobierno estadounidense es que también están cazando a los heroicos Autobots con la ayuda de un caza recompensas alienígena que los ha estado persiguiendo por la galaxia.

Mientras, en Texas, conocemos a “Cade Yeager” (Wahlberg) y su hija, “Tessa”, interpretada por Nicola Peltz como la supermodelo en turno de Bay. Su trabajo es el mismo que el de cualquier otra mujer en la filmografía del director: verse sexy, gritar, ser rescatada y hacer todo lo que le digan los hombres. Wahlberg, por su parte, no pasa por tejano ni mucho menos por brillante inventor, pero es un poco más diligente que Shia LaBeouf –el antiguo protagonista de la serie- y muchos menos insoportable. Sin embargo, no deja de ser otro desechable héroe de acción con una pistola-espada como su única distinción.  “Cade” se involucra en la cacería de Autobots cuando halla a su líder, Optimus Prime, dentro de un cine decrépito y abandonado, y esta no es la única imagen en Age of Extinction que evoca la muerte del séptimo arte.  

Podría abundar un poco más en el argumento, pero ¿para qué? Luego de que “Cade” repara a Optimus y los malhechores intentan capturarlo en la mejor secuencia de acción –una que, irónicamente, no incluye mucho de los Transformers-, el pésimo guión de Ehren Kruger comete la misma falla que todos los filmes anteriores: suma más papeles humanos –insípidos, estúpidos, caricaturescos- y maraña la trama al extremo de hacerla incomprensible, lo que acaba provocando indiferencia, aburrimiento y –eventualmente- hastío. Lo que empieza como una atractiva historia con tres humanos y un Autobot se transforma en una amalgama de interminables escenas de acción motivadas por un “MacGuffin” insustancial y protagonizadas por personajes sin ningún tipo de peso, sean digitales o de carne y hueso.  

Bay al menos evita recurrir a su habitual xenofobia, aunque su jingoísmo se mantiene intacto, con tantos tiros de la bandera estadounidense que no sería increíble pensar que la ropa interior de elenco también esté adornada por las barras y las estrellas por requerimiento contractual. Su dirección es exactamente lo que se puede esperar de ella: alborotosa y frenética, abusando de la cámara lenta y los tiros desde ángulos bajos. El cineasta colma la pantalla de acción pero no construye nada con ella, subdividiendo las secuencias en múltiples niveles que dificultan seguir lo que está ocurriendo. Sea en Chicago, Texas o Hong Kong –la más reciente ciudad en proveer incentivos para que Bay la destruya-, su acercamiento es el mismo: caos y explosión con lapsos de tonta comedia, y ni Optimus Prime montado en un robot prehistórico consiguen elevar las emociones.

Durante el primer acto de Transformers: Age of Extinction –aunque en lugar de tres actos el filme se siente como una trilogía comprimida-, honestamente creí que Bay había encontrado el balance perfecto para proveer una entrega de Transformers tan satisfactoria como la primera, pero el resto es tan desastroso como las últimas dos secuelas, dos de los peores estrenos de sus respectivos años. La injustificada y abusiva extensión de su duración es comparable con la experiencia de sobrevivir 12 rounds en el ring con Manny Pacquiao: acabas agotado, aturdido y con el cerebro entumecido, necesitado de un CT Scan y, quizá, hasta un poco más bruto.