María Ivette Reinat Pumarejo creció rodeada del verde y azul aguadillano.

Desde muy temprano, sus ojos detectaron el contraste que había con la belleza de su pueblo y la pobreza.

La desigualdad era evidente, al punto de que las playas que la rodeaban estaban divididas para los puertorriqueños y los soldados estadounidenses que tumbaban sus blancos cuerpos al sol. De esa manera se comenzó a forjar una conciencia social en ella.

No fue hasta que llegó a la universidad que sintió más definida la urgencia que tenía porque se respetaran los derechos y hubiese justicia para todos por igual.

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Su tono de piel dorado y ojos verdes, hasta el momento, no habían sido “juzgados” por nadie. Pero cuando estudiaba maestría, siendo madre de una niña de ocho años, María se vio en la obligación de ir a buscar un mejor porvenir a Massachusetts, a mediados de los 80. Allí fue la primera vez que se estrelló de manera contundente contra la muralla del racismo.

“Allí me vi racializada como puertorriqueña. Entendí mejor que la ideología racial era lo que servía de motor al colonialismo que nosotros estábamos enfrentando. Allí lo comprendí. Allá se vive un racismo muy claro, a veces es un racismo solapado como el de aquí. Otras veces, es más directo. Si allí no cumples con el modelo de belleza o humanidad, que es blanco con pelo lacio, ojos azules, no eras parte de ellos. Al ser racializada como inferior y aprender que mi destino estaba atado al de las personas afroamericanas, latinas, asiáticas y nativoamericanas empecé a internalizar esa conciencia como mujer de color”, afirmó.

María se topaba con el racismo en situaciones diarias. Por ejemplo, si llamaba para ver si un apartamento estaba disponible, al escuchar su acento latino le decían que no. Una vez hizo la prueba y le pidió a un amigo estadounidense que llamara después de ella y a él sí le dijeron que había disponibles. María hacía todo lo posible para que esas situaciones no le afectaran emocionalmente, sin embargo se le hizo más difícil cuando su hija, Saraibi, comenzó a ser víctima de racismo en la escuela.

Eso la motivó a crear Colectivo Ilé, organización antirracista dedicada a hacer trabajo comunitario.

Luego de convertirse en madre de un varón, a quien llamó Gabriel Huatey, María decidió regresar a vivir a la Isla.

“Llevaba viviendo allá 10 años y salí embarazada. Pensé otra vez voy a estar criando un chico y ese chico va a ir a un sistema de educación que está parcializado a favor de la gente blanca, que tiene prejuicios internalizados hacia los latinos. Al final fue bien clara la decisión de regresar”, relató.

Desde su llegada en 1997, María hace labor comunitaria con Colectivo Ilé y también combate el racismo institucional, unas de las áreas en las que tiene más experiencia.

En la actualidad, ya son 30 años de su vida que María ha dedicado a luchar contra el racismo.

Además de su labor en la Isla, también viaja dos veces al mes a Estados Unidos para impartir allá charlas a las comunidades latinas, los que cada vez son más solicitados.

En los pasados meses sus visitas al país norteamericano le han inquietado, pues el panorama social no pinta bien tras la victoria de Donald Trump.

“El racismo siempre ha estado allí, lo que pasa es que no tenían permiso para expresarlo. Ahora Trump les dio ese permiso”, dijo.

Su labor la hizo recientemente receptora de la medalla Martin Luther King, que otorga la mesa de diálogo Martin Luther King. Este reconocimiento se une a numerosos que ha cultivado María a lo largo de su trayectoria, como la nominación, junto con otras 999 mujeres, al premio Nobel de la Paz.