El día comienza con lluvia, bruma y pegajosidad. Imagino a los salseros molestos por esto.

“¿Estás preparada para el maratón del Día Nacional de la Zalsa por séptimo año consecutivo?”, es la pregunta que me viene a la mente mientras conduzco desde Carolina hacia el estadio Hiram Bithorn, en San Juan.

De camino, comienzo a visualizar el ambiente. 

Arribo a la avenida Roosevelt. No es ni siquiera las 10:00 de la mañana, y el tapón, en la zona, es descomunal. Los carros están bumper con bumper. No tengo duda. Estoy en zona salsera. Decenas de autos tienen sus cristales abajo. La música tropical que proviene de cada uno de ellos se escucha exageradamente alta.

Un hombre con el cabello anaranjado y trenzas llama mi atención en la acera frente al Estadio. Tiene una camiseta negra con imágenes de todos los artistas participantes de la actividad.

El sonido de una tumba coco de la emisora Z-93 frente a la entrada principal del Bithorn retumba en mis oídos.

Llego a las inmediaciones del Estadio. Me estaciono después de atravesar por un estricto contingente de seguridad.  En las afueras del recinto, identifico a dos tipos de cocolos: los que permanecen en el estacionamiento durante el festival, y los que compran taquillas, y entran.

Antes de bajarme del auto, verifico que todo mi “botiquín” del Día Nacional esté completo: agua, visera, gafas,  toallitas húmedas, almuerzo, meriendas, toalla y bloqueador solar. Empiezo a acercarme al primer grupo nutrido que avisto en el área del estacionamiento.

Mientras camino lentamente hacia ellos, me percato que las carpas más grandes con comida, están instaladas frente a las verjas que rodean el recinto.

Decenas de personas entran caminando a las inmediaciones del lugar cruzando la avenida Roosevelt. Se mueven en grandes grupos. La mayoría carga con sillas de playa y visten pantalones cortos, sombreros o gorras, tenis, sandalias o chinelas. Algunos llevan la bandera boricua.

Camino hacia ellos. En el trayecto, observo fanáticos con coloridos atuendos y accesorios alusivos al festival salsero. Algunos se quejan porque se mojan cuando pisan los charcos. Estaba lloviznando.

La mayoría de los asistentes visten camisetas de sus ídolos, algunos fallecidos, como Héctor Lavoe, y otros todavía vivos, como Rubén Blades. Los más radicales lucen sus caras pintadas, particularmente con la bandera puertorriqueña.

Me llama la atención una dama, cuyo esmalte está diseñado con la palabra “salsa”.  Cruzo miradas con ella. Me sonríe. Señalo sus manos, y me responde: “Siempre me las pinto así cuando vengo al Día Nacional”.

Me acerco al primer grupo grande. Ocupan cinco estacionamientos en el costado derecho del Estadio. Están bien equipados. Tienen sillas de playa, una neverita –repleta de cervezas friiiiías, agua, jugos y refrescos carbonatados-, un caldero lleno de arroz con pollo, frituras, una mesa de dominó y una sábana en el piso. También tienen una parrilla con hamburgers y hotdogs. El humo que proviene del aparato dificulta mi visión.

Los integrantes de ese grupo se me quedan mirando. “¿Quieres una?”, me pregunta uno de ellos -Sixto Bermúdez de Cataño- enseñándome una cerveza. “No, gracias. Soy periodista, estoy trabajando”, le respondo. Él se queda observando mi credencial de prensa.

“¿Cómo la están pasando? ¿Siempre se quedan en el estacionamiento cuando vienen al Día Nacional?”, le cuestiono a Sixto. Él comienza a reírse enseñando, sin complejos, todas sus platificaciones dentales. “¡Claro!”, me contesta. “Aquí la pasamos mejor. Comemos, jugamos, disfrutamos de la música y bailamos cómodamente”, agrega el fanático salsero.

Son las 11:00 de la mañana. Comienza a escucharse la música en vivo que proviene del interior del estadio Hiram Bithorn. Pero antes, identifico las voces de Néstor Galán “El Búho Loco”, y de Marcos Rodríguez, “El Cacique”, de Z-93. Dan la bienvenida al público.

Arranca en directo la primera atracción del evento. Es Pete Perigñón y su Orquesta. Desde el estacionamiento, la música se escucha como si fuera un disco compacto. El sonido es óptimo. Todos en el grupo con el que estoy interactuando en este momento empiezan a moverse al ritmo de la música de Choco.

No quiero que se den cuenta de que no soy una bailadora experta. Para disimular, doy dos o tres pasos sola… Pa’ lante y pa’ tras. Uno de ellos me saca a bailar. Cuando se me acerca, percibo una mezcla de olores: nicotina, cerveza, sudor, fogón, y un perfume que no identifico.

Le doy las gracias, pero rechazo la invitación. Le reitero que estoy trabajando aunque no puedo evitar reírme. Continúo hablando con todos ellos. El sol empieza a dar señales de vida en medio del cielo nublado. Comienzo a sentir una leve quemazón en la cara y en los brazos a pesar del bloqueador solar. Me despido y llego hasta otro grupo.

La nueva congregación con la que me topo no está tan equipada como la primera. Tienen sombrillas abarcadoras para protegerse de los rayos del sol. Están cocinando pinchos de pollo. El aroma despierta mi apetito. Me ofrecen uno,-un pincho-  pero me contengo, por la dieta. Comenzamos a interactuar animadamente.

Han transcurrido 45 minutos. Sigue entrando gente al estacionamiento a pie. Muchas parejas lucen atuendos idénticos y se ponen a bailar por dondequiera que la música los tome por asalto. Veo fanáticos cargando con instrumentos musicales.

Comienza a escucharse la segunda orquesta del festival. Continúo en el estacionamiento. Canta Choco Orta. Lo que se oye es masacote puro, un afinque supremo. Me dan muchas ganas de bailar esta vez, pero no me atrevo. En cambio, observo cómo ellos lo hacen y los agasajo. Mientras los miro, me pregunto por qué no he tomado clases profesionales de salsa. Quedo embelesada con la forma tan sincronizada y fluida con la que se dejan llevar. Parecen que están flotando.

Ya ha transcurrido más de una hora y me percato de que es momento de entrar al estadio para comenzar a reseñar la oferta musical.

Penetro el interior del Hiram Bithorn. Los más entregaos se paran frente a la tarima. Muchos tienen sillas y están acomodados en forma circular. En esta área observo múltiples grupos de fanáticos identificados con camisetas del mismo diseño y color. Montan su propia de pista de baile y se dejan llevar por la música. Otros, vestidos y maquillados iguales, exhiben diseños en sus cuerpos y vestimenta alusiva al género salsero. La monoestrellada es la protagonista en todo momento.

Me despido del ambiente. Entro a la carpa de prensa para escribir esta crónica y la reseña de la oferta musical.