Regresar a los mundos de indiscutibles clásicos cinematográficos, décadas después de sus estrenos, casi siempre resulta en decepción. Sólo pregúntenle a los fanáticos de Star Wars, o a los que el año pasado hubieran preferido jamás conocer los supuestos orígenes de los xenomorphs de Alien en Prometheus. Pero a Hollywood le fascinan las precuelas -actualmente, quizás más que las secuelas- y la más reciente en llegar a los cines se mete con una de las películas más atesoradas del séptimo arte.

No esperaba mucho de Oz the Great and Powerful, largometraje que devuelve a los cinéfilos al reino de Oz, creado por el autor L. Frank Baum hace más de un siglo, y que fue llevado por primera vez a la pantalla grande en The Wizard of Oz, de 1939. Lo poco que había visto del filme me traía malos recuerdos de la Alice in Wonderland de Tim Burton: un despilfarro de gráficas computarizadas sin alma. Lo único que me atraía (además de las tres protagonistas, claro) era el hecho de que en la silla del director se sentaba Sam Raimi. ¿Cómo podría el cineasta detrás de Evil Dead, Army of Darkness, Darkman y -sí- la trilogía de Spider-Man, trabajar dentro de las restricciones de una producción de Disney? Pues bastante bien, sorpresivamente.

No cabe duda de que Raimi está engrilletado, pero aun así su singular estilo se hace presente en pantalla, a un menor grado de lo usual, por supuesto, pero dándole un toque de casa embrujada a esta entretenida aventura que recuenta cómo el Mago de Oz llegó a gobernar esa tierra. El director logra impartirle a esta precuela su propia huella, con momentos de espanto que probablemente podrían aterrar a los espectadores más pequeños, jugando con viejas técnicas de su repertorio y tratando otras nuevas en el camino.


El filme arranca con promesa, evocando el primer acto de The Wizard of Oz con una clásica cuadratura 1.33:1 en blanco y negro, con la que Raimi nos presenta el circo rodante en el que trabaja Oz (James Franco), un ilusionista de poca monta, buscón y mujeriego. Aun cuando parece que no está muy interesado en papel –lo cual podría ser parte de su acercamiento al personaje-, Franco se desempeña bien como Oz, un tipo egoísta y en el que nunca podemos confiar, pero parte del encanto de la cinta es su arco dramático y que empata perfectamente el primer y tercer acto. Es el segundo acto, donde yacen sus mayores problemas.

Tras ser transportado a Oz del mismo modo que lo hizo Dorothy y Toto hace tantos años, arrastrados por un tornado, el mago descubre que su llegada coincide con una profecía (sí, OTRA profecía del “elegido”). La bruja Theodora –interpretada por Mila Kunis- le explica que él es el hechicero que sería enviado para salvar a su tierra de las garras de otra malvada bruja que habita en el bosque. Sin embargo, lo único que Oz escucha es que recibirá un enorme tesoro si logra matarla.

En este punto, el ritmo de Oz the Great and Powerful se torna tan inerte como el Hombre de Hojalata sin aceite. La trama sufre un tedioso estancamiento mientras se colocan sobre el tablero todas las piezas del juego, se revelan verdades y se deciden los bandos. Es aquí donde se introduce a las otras dos brujas: Evanora, hermana de Theodora, encarnada por Rachel Weisz, y Glinda, interpretada por Michelle Williams. Junto a Kunis, estas actrices se lucen en sus respectivos papeles, con las que terminan siendo villanas (tranquilos, no diré cuáles son) regocijándose en cada instante de su maldad.


Sin enmbargo, entre la introducción de otros personajes que se suman a la aventura –como la tierna muñeca de porcelana y los munchkins, que no podían faltar- y secuencias de acción innecesariamente largas, la película pierde su balance y empieza a parece que todo está perdido. Pero justo cuando ya le había echado un vistazo al reloj en más de una ocasión, Raimi se recupera y entrega un desenlace digno de pertenecer al universo cinematográfico de Oz.

Mágico y muy a tono con el sentido de asombro del cual gozó la cinta original, Oz the Great and Powerful culmina en un homenaje tanto a The Wizard of Oz como a la ilusión del cine. Todos los elementos de la producción –las sólidas actuaciones, los nítidos efectos especiales, el ingenioso guión y la carnavalesca música de Danny Elfman- engranan en esos últimos minutos de una manera tal que dibujaron una enorme sonrisa en mi rostro. Está muy lejos de ser una gran película, y dentro del canon de Raimi, caería bastante por debajo de muchos de sus filmes, pero al final me deslumbró, y a veces con eso basta para perdonar lo que no funciona.