Ir a la universidad, conseguir un trabajo estable, consolidar una pareja, tener una casa propia, un recorrido que cada vez resulta menos lineal para la mayoría de los jóvenes adultos, inaugurando así una nueva fase de la vida conocida como "adultez emergente". 

Estigmatizada por la prensa como una simple "adolescencia prolongada", recién ahora está siendo analizada más en profundidad y comprendida como una etapa que puede tener tanto sustento biológico como psicológico.

En 2000, el psicólogo Jeffrey Arnett acuñó el término "emerging adulthood" haciendo referencia a una período de la vida comprendida entre los tardíos veinte y los tempranos treinta (pero que puede extenderse más allá de este grupo etario), en la que los hitos más tradicionales de pasaje a la adultez no se cumplían acorde a las expectativas sociales. Dicho de otra manera, jóvenes que tardan en irse de las casas de sus padres, formar pareja, retrasan el matrimonio (cuando no lo posponen indefinidamente) y no están pensando en tener una familia.

Este fenómeno tuvo su origen tanto en la situación económica como en variables culturales, con jóvenes adultos endeudados hasta la médula por préstamos universitarios y con trabajos que no les permitían una independencia efectiva (muchos volvían a vivir con sus padres, de ahí el mote "boomerang kids").

De la mano de otros fenómenos como la emancipación femenina y el retraso de la maternidad, la movilidad laboral, y un replanteo generacional hacia modelos clásicos, esta "adolescencia prolongada" se volvió un producto de exportación, no sólo patrimonio de los Estados Unidos, sino también una tendencia creciente en Europa y en menor medida en Sudamérica. 

En Italia fueron los "mamones", en España los "ni-ni", "kidults" en Inglaterra. Diferentes nombres para las mismas vivencias.

Como para terminar de certificar cuánto parecen haberse desplazado los hitos tradicionales en la actualidad, un estudio recién salido del horno del Pew Research Center destaca que por primera vez en 130 años vivir con los padres es la opción preponderante en la franja de los 18 a los 34 años, por encima de vivir con una pareja, amigos o solos.

Podemos encontrar pistas de esta tendencia en la tapa de 2010 de la revista del New York Times, que encontró suficiente evidencia estadística y causal para preguntarse qué pasaba con los jóvenes y responderse. Para algunos neurocientíficos era evidente: muchos no están equipados emocionalmente o cognitivamente a esta altura de la vida para tomar decisiones importantes. ¿Por qué? Están en pleno auto descubrimiento. Hoy, con más años encima, no hay que abrir ninguna revista o leer ningún paper para constatar esta realidad.

De niños adultos a la nueva madurez

Mientras que los hábitos de los jóvenes en buena parte del mundo vienen demostrando cómo los patrones que solían utilizarse como demarcadores de lo que convencionalmente se entiende como un adulto, van postergándose cada vez más, cabe preguntarse: ¿cuáles serían los nuevos hitos de madurez entonces?, ¿qué comportamiento tendrán los jóvenes adultos en los próximos años?

Según aquella primera nota de la tendencia que data del 2010,  al menos un tercio de los jóvenes en sus 20, se mudaban una vez al año, pasando por un promedio de siete trabajos en esa década, y al menos, dos tercios habían convivido con parejas sin estar casados (muchos jóvenes de la Gen Y podrían saltarse el anillo y la torta directamente).

Entrevistado por la revista Vice a propósito de los resultados del nuevo estudio del Pew, el propio Arnett explica que no son sorpresivos ya que catalizan las tendencias que se vienen observando de manera consistente en la última década:

Un corrimiento en la edad promedio para los casamientos (27 para las mujeres y 29 para los hombres en el 2014).

Una prevalencia de las expectativas profesionales por sobre la maternidad.

Una creciente tendencia a cambiar de trabajos y viviendas durante los 20 y hasta los 30 por temas de educación, definición profesional y finanzas, e inclusive, una relación más armónica entre padres e hijos. A diferencia de generaciones previas, muchos realmente se llevan bien con sus padres y no ven la necesidad de independizarse.

Los veinte, dicen, suele ser ese momento de la vida en que se tiene la posibilidad de explorar todo aquello que uno se proponga: conocer gente, viajar, formarse, probar diferentes relaciones, trabajos y hasta identidades. 

Sin embargo, lo que suele preceder a esta idea en apariencia optimista, es el comentario admonitorio del "porque después no vas a poder hacerlo". 

Para gusto de los rezagados y de las nuevas generaciones (Millennials ahora), el remate final a la advertencia de la tía anticuada podría ser que cada vez tenemos más tiempo "para hacerlo", en un momento en que ya no necesitamos explicaciones biológicas para justificar las dilaciones, y en el que la definición de la adultez, como un interesante experimento al que todos estamos sometidos, se encuentra en permanente cambio y revisión.