Quizás no ocurrieron así, pero quién sabe.  Se trata de tres cuentos de camino que mi abuela repitió por años…

La noche del novenario

El primero, lo vivió mi abuelo Reyes cuando salía del novenario de un amigo allá en un barrio de Canóvanas. Avanzaba el rosario y Reyes decidió marcharse antes de que finalizara una de las letanías. Sabía que el camino de regreso a casa era largo y a pie. Nada de pensar en un carro público y mucho menos en un taxi a esa hora de la noche. La única alternativa era encomendarse a Dios y rezar para regresar a salvo… menos mal que para entonces (los años 50) el nivel de delincuencia era mínimo.

Relacionadas

Ya en el camino, Reyes notó que una persona le seguía como a 20 pies de distancia. Aumentó la marcha y el hombre también. En menos de 15 minutos, llegó a la casa, abrió el portón a las millas, mientras el individuo se acercaba. Corrió asustado hacia la puerta y vio que su perseguidor se detuvo. De momento, una luz le permitió ver su rostro y fue ahí cuando se dio cuenta que era el amigo a quien habían enterrado hacía nueve días. El cuento es que el difunto estaba molesto y quiso darle un mensaje a Reyes: nadie se va de un novenario sin que termine.

El llanto de bebé en el puentecito del Indio

El otro relato es más para pelos y jura un familiar que fue así. Regresaba de noche por la entrada principal del casco urbano de Canóvanas. Había que cruzar un puentecito construido sobre un quebrada (todavía está pero algo moderno) y contó que escuchó el llanto de un bebé. Miró hacía abajo y vio una figura pequeña envuelta en sábanas. Saltó hacia la quebrada para ver qué rayos era lo que estaba pasando. La criatura estaba de cara hacia la maleza justo casi al lado del agua. Mientras se acercaba, el llanto aumentaba de volumen y pensó que se trataba de una injusticia humana, de alguien que lo abandonó. La compasión, como es natural, se apoderó del hombre. Cuando se dobló y extendió sus manos… el bebo se viró, sacó dos enormes colmillos y emitió un sonido salvaje.

A juyir Crispín… Cuentan que llegó en menos de na’ a su casa y que estuvo una semana encerrado en su cuarto jurando no pasar jamás por el puentecito del Indio.

El soldado caído

El tercer cuento trata de otro amigo taxista de la familia. Una noche, recogió a un joven en una de las avenidas de Santurce para llevarlo a una urbanización en Puerto Nuevo. En el recorrido de unos 20 minutos, hablaron de todo: las movidas políticas del gobernador de entonces, Luis Muñoz Marín, del surgimiento de El Gran Combo tras los líos de Cortijo y su Combo y de la amenaza de un ataque nuclear por la crisis de los misiles en Cuba.

Llegaron a su destino, y el hombre le dijo al taxista que esperara unos minutos en lo que buscaba el dinero en la casa donde residía su familia.

Como lucía de confianza, el buen taxista no se opuso. Así que esperó cinco, diez, quince y a la media hora pensó que le estaban robando. Así que tocó a la puerta a reclamar su dinero. Abrió una señora de unos 65 años que muy amablemente le preguntó qué quería. Le explicó que trajo a un cliente  joven, alto, delgado y de pelo negro. La doñita le dijo que ahí no vivía nadie con esa descripción. Él insistió que no estaba loco, que sí, que lo recogió en Santurce. Que hablaron de política, de música y de los cohetes atómicos.

De momento, el taxista miró unas fotos colocadas sobre una mesa y señaló una en especial. “Me está mintiendo… ¡Ese es el hombre que yo traje!”, le dijo con firmeza.

Ella, asombrada, pero sin perder la calma, le respondió: “Esa foto es la de mi hijo que murió en la guerra de Vietnam”.

Créalo o no… pásela bien en la Noche de las Brujas.