Si vive, estudia, estudió o trabaja en Río Piedras de seguro conoce a Ana Santana, mejor conocida como doña Ana.

La alta mujer, de cabello negro y mirada profunda, se ha convertido en una especie de matriarca en la avenida Universidad, desde hace décadas.

Llegó a finales de 1969 a Puerto Rico, proveniente del Cibao, en República Dominicana. Allá dejó a sus seis hijos pequeños, en busca de progreso.

Aunque tenía su propio negocio, una lechería, sabía que allí no podría sacar a sus hijos adelante, pues no tenía el apoyo de su esposo. “No tenía necesidad de venir a este país, porque sí él me hubiese dejado trabajar me iba a ir bien. Tenía muchos empleados, me cocinaban, pero él no me daba mi tiempo. Así que dejé a mis hijos con mi hermana y una señora que fue como mi madre y vine a trabajar”, relató.

Al llegar a Puerto Rico comenzó a trabajar en el restaurante la Fonda del Callejón, en el Viejo San Juan, donde allí conocería a su futuro esposo, Leoncio Vázquez. 

Casi  un año y medio después, doña Ana estableció una cafetería en su casa, en una esquina de la avenida Universidad. Por 50 centavos  los estudiantes podían almorzar un buen plato de arroz con habichuelas y  carne.

“Comencé con un estudiante y de allí se fue regando la voz. El que venía con 50 centavos comía y el que no también. Como veían que era poco el dinero que les cobraba, venían y me ayudaban.  Me levantaba a las 4:00 de la madrugada y eran las 12 de la noche y estaba preparando carne y todo para el otro día. Cocinaba un quintal de arroz y se me iba, comprábamos 80 libras de pan, 11 cartones de huevos”, recordó.

Doña Ana no se limitaba a darles buena comida  a los jóvenes. Incluso, tenía un cuarto en el que llevaba a aquellos que tenían problemas y los  aconsejaba.

“Los estudiantes que querían retirarse de la UPR, yo me trancaba en un cuarto con ellos y hablaba. Ellos me decían que no podían estudiar porque estaban económicamente mal. Yo les decía: ‘Tienes que tratar de progresar, pero está en ti’. Y me los llevaba a Río Piedras y les compraba   ropa. Al siguiente día me levantaba y esos muchachos me tenían todo listo y la cocina limpia”, relató.

Poco después,  doña Ana   comenzó a comprar llaves de hospedajes. Con el mismo desinterés con que hacía los almuerzos y  cobraba a quien podía pagar, también ayudó a quienes no podían hacerlo.

“Vivían en el hospedaje hasta que terminaban sus estudios y se iban. Con el tiempo me traían el dinero, porque ellos decían que no podían vivir si ellos no me pagaban. Yo les cobraba $35 mensual por desayuno, comida y hospedaje”, aseguró.

Según fue teniendo éxito en sus negocios, doña Ana fue trayendo poco a poco a sus hijos. Primero llegaron  los mayores, Freddie y Altagracia, quienes le ayudaban en la cafetería. Eventualmente llegaron  los menores.

La vida la recompensó de varias maneras. Hoy recibe a muchos de los estudiantes que atendió, que ya son profesionales, quienes llegan con sus hijos y nietos para que los conozca. 

Otra de sus recompensas las tiene con sus hijos y nietos, a quienes los ha ayudado a echar hacia adelante con sus negocios.

“A Freddie le puse un liquor store, pero después me quedé corta, sin dinero. En eso me saqué el segundo premio de la lotería. Lo estuve guardado hasta que llegó la oportunidad de comprar la propiedad donde tengo el Supermercado Doña Ana. Tiempo después me saqué el tercer premio, que fueron $20,000 que se lo di a Sifo (Rafael) para que abriera el Ocho de Blanco”, relató Doña Ana.

Pero esto no es todo, su hija Altagracia es propietaria del restaurante Vidi, su hijo Jerry es dueño del laundromat y su nieta Lisa, la dueña de Mona Lisa, todos en la avenidad Universidad.