De octubre de 2009 a abril de 2010 viví con un secreto. Un doloroso secreto. Mi adorada Myroslavita -cuya foto ilustra a portada de nuestro suplemento de Tus Mascotras del 25 de marzo- había fallecido. Y la razón por la cual callé su deceso fue que temía que nadie comprendiera la magnitud de mi dolor. Peor aún, me aterraba la idea de que alguien se atreviera a minimizar mi tristeza o a criticarme, diciendo que mi pena era una exageración. Francamente, no sé de qué hubiera sido capaz si alguien hubiera cometido semejante imprudencia.

Pero, la razón principal para mi silencio era mi dolor, el dolor de que mi esposo y yo tuvimos que tomar la penosa decisión de eutanizarla.

A principios de 2009, a nuestra nena se le diagnosticó un cáncer en el hociquito. Como imaginarán, el mundo se nos quebró como una copa de cristal. Durante nueve meses, Myrosita batalló como una campeona contra el mal que la consumía. Con la ayuda de su veterinario, el Dr. Hugo Córdova, y de los remedios homeopáticos de Pedro Negrón, de Mascotas al Natural, nuestra perrita llegó a mejorar al punto de que nos hicimos la ilusión de que nada malo pasaría. Pero, el desastroso desenlace fue inevitable. Un buen día, su salud empezó a desmejorar de manera precipitada y la decisión de “ponerla a dormir” -¡cómo odio esa frase, cómo me hiere!- se hizo inevitable.

Las horas que precedieron y sucedieron ese momento tan horroroso las recuerdo con una nitidez que raya en la tortura. Pero, de todo, lo que ha dejado una profunda huella de tristeza en mi alma son tres cosas. La primera, es la mirada noble y triste de mi perrita en sus últimos momentos. La segunda, es el instante en que su almita abandonó su cuerpo en un último suspiro. De eso no me cabe la menor duda, al punto de que, con la valentía que me ha dado esta triste experiencia, soy capaz de enfrentarme a quien sea que se atreva a refutarme que los perros tienen alma. Me mantengo firme en la sabiduría adquirida luego de esta pérdida y nada ni nadie me hará cambiar de opinión.

En último término, lamento sobremanera el que, en la confusión por la pérdida de Myros, no le insistí a mi esposo que la cremáramos. ¡Cuánto daría hoy por tener sus cenizas cerca de mí; por poder constatar que alguna traza de su existencia terrenal todavía puede hacerme compañía! Sé que, de algún modo, ella sigue aquí, con nosotros. Pero sus cenizas me consolarían tanto...

Por eso, ahora que en un artículo principal hemos explorado a fondo el tema de la cremación de mascotas, sólo tengo esto que decir: cualquiera que sea su postura en cuanto a qué hacer con los restos mortales de sus mascotas, no esperen a último momento para considerar esta alternativa. Estudien, mediten y discutan todas sus opciones antes de que sea demasiado tarde. Háganlo, por favor, a nombre de mi Myroslavita.