Él llevaba dias hablandome de la perrita. Cada noche que acudia al Puente Herrera, en Loíza, ahí estaba ella -junto a otros cinco perritos- a los que, también, alimentaba. Me decía que era pequeña y peludita. Siempre le preguntaba  por qué no la cogía y su respuesta era “No puedo montarla en la patrulla y mi turno es de noche”.

Quien así me hablaba era un sargento de la Unidad de Operaciones Tácticas de Carolina, quien, por encima de la deteriorada imagen de esta unidad policial, demostraba una compasión hacia estos perritos a los que alimentaba cada noche que pasaba por el lugar.

Curiosamente, esta perrita, en particular, siempre le llamó la atención y tanto estuvo hablándome de ella hasta que una noche fuí a verla. Era más pequeña de lo que imaginaba y flaquita. Su pelaje mostraba el deterioro causado por el intenso sol costero y el salitre. Pero, sus ojitos, eran oscuros y brillantes, y su colita se movía como una batidora.

En fin, ¡la amé desde que la vi! Lamentablemente, no pude llevármela esa noche, ya que andaba con Tabatha una de mis rescates y estaba muy agitada.

Volvi unos días después y la vi, aunque de nada sirvió que la tentara con comida o palabras amorosas. La perrita se alejó y con mucha pena la deje ir, temiendo que se me fuera para la carretera y le ocurriera lo peor.

En el grupo de perritos que la acompañaba había una Pitbull en muy mal estado. Le hablé a una amiga rescatista, de nombre, Luce y ella se movió al área, donde logró sacar a la Pitbull y a mi escurridiza perrita. Cuando las fui a buscar y, finalmente, pude tomarla en brazos, noté que era livianita y amorosa. Decidi llamarla Camila.

 Ya en casa, la revise bien, pues tenia un raspazo en su orejita y su pelaje estaba muy dañado. La desparasité, la vacuné y comencé a tratarle la piel. Mi perrita mejoraba dia a dia y cuando, ya tenía todo listo para esterilizarla,  me di cuenta -con horror- de que estaba preñada.

 El momento del parto fue terrible, pues el primer cachorrito nació muerto.  Luego, parió más cachorritos, cinco en total. Pero, mi pobre perrita no lograba producir suficiente leche. Sus tetitas se pusieron duras y por más intentos que hice de lactar a los bebitos, todos, salvo uno, murieron. Lo llamaba Pamplón porque era el más robusto. Fue adoptado y vive en Boston donde, gracias a Dios, es feliz.

Camila, por su parte, se recuperó de su parto y ganó peso; su pelaje se volvio lustroso y bello. Comencé, entonces, la etapa de buscarle un hogar adoptivo. La primera pareja la devolvió. La segunda persona también la devlvió porque, supuestamente, se mudaba de casa. Mientras tanto, yo me debatía entre si quedarme con ella -tengo cinco mascotas- o tratar de, nuevamente, buscarle un hogar donde la amaran y la adoraran como yo.

Dios respondió a mis ruegos. Entre el grupo de rescatistas se repartió una lista de posibles adoptantes y uno decía que  “buscaban perrita pequeña”. Los llamé. Me respondió una dama muy amable que buscaba una perrita para su señora madre, que recién había perdido su mascota. Le envie la foto de mi Camila y esperé.

 Finalmente, me llamo, pues les había gustado la perrita y querian verla. Tomé a mi Camila, la bañé, la peiné, la perfumé y la llevé. La señora tomó a la perrita en sus brazos y no me la devolvió. Un corazón que buscaba amor y otro que quería darlo se habían unido. Fuimos a mi casa para darle los papeles de vacunas y cuando miré dentro del auto, la perrita estaba en la falda de su ahora madre, que la abrazaba y la tenia cubierta  con un abrigo.

Era el fin de un largo camino: ¡Camila había llegado a casa!

En los meses siguientes, mantuve comunicación con ellas. Me contaban lo bien que se llevaban con la perrita, sus visitas al veterinario, lo consentida que la tenían y lo mucho que la amaban. Tristemente, un día les escribí para saber cómo estaban. La hija me respondió pra decirme que su madre había fallecido de cáncer. Lo sentí mucho, pues era una gran señora y Camila fue un bálsamo en medio de su enfermedad.

Me cuenta que su madre dispuso que su sobrina se quedara con Camila. Ella la había cuidado durante la enfermedad y sus hijos se habían encariñado con la perrita. Ahora la perrita vive en Tampa con una hermana perruna enorme que, según me cuentan, la trata como si fuera su cachorrita. Camila corre feliz por el patio y me dicen que no se deja retratar, siempre fue esquiva con eso de las cámaras.

Pienso en mi perrita cuando deambulaba por esa playa en Loiza y la imagino ahora feliz, sana, libre y amada, corriendo en un gran patio en Tampa, Florida y llego a la feliz conclusión de que todo rescate vale la pena. ¡Ah!, y que los milagros sí existen.