El olor a muerte dolía. Era tan peculiar que se impregnaba en mi ropa y en mi pelo. Era un olor colectivo, que me acompañó muchas noches a mi casa, después de aquellas largas jornadas en el primer piso del Recinto de Ciencias Médicas.

Por varios días, los periodistas aguardamos por la identificación de los cuerpos que quedaron carbonizados en el fuego del Dupont Plaza.

Allí la espera se tornaba en agonía para los familiares, mientras un equipo de patólogos, radiólogos y dentistas, algunos en su carácter voluntario, hacía lo indecible por identificar a los muertos, muchos de ellos, por placas dentales.

Entre ellos estaba José “Pepito” Rivera Janer, el presidente del periódico El Reportero, donde daba mis pininos. Apenas unas horas antes del fuego, Pepito se había despedido en la redacción con una sonrisa de oreja a oreja.

Ese 31 de diciembre se veía muy contento. Muchos estábamos trabajando y recuerdo que al pasar frente a mi escritorio, Pepito se detuvo a ayudarme a arreglar mi gaveta atorada. Poco después se despidió con un Happy New Year y una sonrisa que irradiaba su rostro con una luz especial.

No lo sabíamos, pero Pepito se despedía de nosotros.

Esa tarde salí temprano y como era Año Viejo me fui a Peñuelas a compartir con mi madre y mis hermanos.

Mientras nos reuníamos en familia recibí una llamada: “Pepito posiblemente está entre las víctimas del fuego. Su automóvil fue encontrado en el estacionamiento”, me dijo compungido mi supervisor.

Me pidió que me reportara al otro día al área del Dupont Plaza, donde ya estaban otros colegas del periódico. Camino a San Juan trataba de asimilar la gran tragedia de fin de año y la pérdida de nuestro querido Pepito.

El incendio, originado alrededor de las 3:30 p.m. en una lata de sterno en medio de una disputa laboral entre la Unión de Tronquistas y la gerencia del hotel, acabó con las vidas de 97 personas, por asfixia o quemaduras.

El fuego arrasó el sótano, el vestíbulo y el primer piso, donde estaba el casino, a donde entró una enorme bola de llamas, según el testimonio de un turista sobreviviente. Allí murieron atrapadas más de 50 personas, entre ellas, Rivera Janer, quien fue ubicado en el lugar por la hebilla de su correa.

El fuego lo devoró todo. Se nos dijo que inicialmente, por seguridad, los encargados habían cerrado las puertas.

En el área del hotel, que enseguida fue acordonada, pude ver cómo se aparecían los llamados ambulance chaser, abogados a la caza de la estela de millonarias demandas que dejó el evento trágico.

El fuego del Dupont nos dejó muchas lecciones.

El Gobierno tuvo que legislar para requerir que todos los edificios multipisos estén equipados con rociadores automáticos y detectores de humo.   

En lo personal, aquellos días me hicieron recordar el olor de los muertos, algo que había oído de niña y que no imaginaba cuán grandes podían ser sus dimensiones.

Esos días del Dupont también me llevaron a reflexionar sobre cómo un momento de fiesta se puede desvanecer en un chispazo de ira, de falta de comunicación.

Cómo, si hubiesen llegado a un acuerdo, casi un centenar se hubiese salvado… y cómo hubiéramos vuelto a ver la sonrisa de Pepito y la de muchos otros.

¡Esa noche perdimos la inocencia!