Luego de saludar a mi esposo, un caballero muy simpático, le dijo que venía a comerse el pescaíto de Viernes Santo. Pidió lo que parecía ser un chillo entero, el cual casi no cabía en el plato. Aquello estaba acompañado con tostones y una cervecita bien fría para pisarlo.

Como todo buen cristiano en Semana Santa, se persignó antes de devorar aquel exquisito manjar del que al final solo quedó el espinazo.

Nada malo con aquello, pues nosotros igual estábamos allí para comernos algo.

Lo que sí llamaba la atención era que presumiera en voz alta que lo hacía como acto casi de penitencia.

Todavía prevalece la tradición de “jartarse” de pesca’o en Semana Santa. La langosta, el pulpo y cualquier otro marisco también son válidos. Lo que constituye un sacrilegio mayor es la carne, aunque sea el jamón del sandwich en la mañana.

Sin dudas, una distorsión monumental del propósito de sacrificio que encierra la tradición. 

Era motivo de conversación aquella tarde, cómo los rituales religiosos se convierten en rutina y en ocasiones se practican sin consecuencia alguna en el ser humano. 

Acompañar la reflexión de Semana Santa privándonos de nuestra rutina diaria como un acto de sacrificio es un gesto noble, me imagino que por ahí es que va el ritual del pesca’o de Semana Santa.

Tengo buenos amigos quienes, además de cambiar la dieta y reducir las porciones, caminan largas distancias, aumentan la frecuencia de sus visitas a la iglesia, hacen ayunos durante días enteros, practican la meditación en absoluto silencio.

Todos los gestos incluyen algún sacrificio que, evidentemente, faltaba en aquel bien presentado plato de restaurante. 

Quienes han leído mis columnas durante los pasados años, saben que soy muy respetuosa de la individualidad del ser humano y el derecho que tenemos a vivir como entendemos correcto. Eso incluye la forma de comunicarnos con Dios. Eso no me priva de opinar y señalar las áreas en las que entiendo podemos hacer ajustes.

Yo no creo que aquel caballero lo hiciera a mal, por el contrario, me parecía una buena persona. Sacó aquel viernes para comer en familia y no dudo que aprovecharan el tiempo en la mesa para reflexionar y fortalecer sus lazos familiares. 

Así que lo del pesca’o, que él señaló como el motivo de la visita, era lo menos importante.

Es que cuando incorporamos algo a nuestro estilo de vida y lo repetimos por algún tiempo, llega el momento en que hasta olvidamos su significado. Lo hacemos porque sí y podemos llegar a sobrevalorarlo. Incluso, llegamos a sentirnos mal si no lo hacemos.

Si llegaban a decirle a aquel señor que no había pesca’o estoy segura de que se marchaba del restaurante, antes de cometer el “sacrilegio” de comerse un pedazo de carne. A lo mejor perdía la oportunidad de cenar junto a su familia y pasar un momento agradable por cumplir con la tradición.

Por eso es importante darles el valor correcto a las cosas y no perder de perspectiva su significado. 

Bueno, por la fe en que me crié nunca practiqué lo del pesca’o en Semana Santa, pero mi esposo sí. Así que aquel día también comimos pescado, pero sin presumir de sacrificio. 

Espero que hayan aprovechado la pasada semana y estén llenos de energía y alegría para enfrentar los retos de la que acaba de comenzar.

“Acompañar la reflexión de Semana Santa privándonos de nuestra rutina diaria como un acto de sacrificio es un gesto noble, me imagino que por ahí es que va el ritual del pesca’o de Semana Santa”