Me encanta mantener la casa limpia, que huela a limpio, que se vea limpia y que esté limpia, punto.

Soy chavona con eso, en ocasiones al extremo. Sin embargo, hay situaciones que me obligaban a hacer una excepción.

El domingo, la casa estaba inmaculada, me disfruté dejarla impecable, como acostumbro para comenzar la semana.

Lo que no sabía era que la tarea sería un poco más compleja de lo acostumbrado.

Los nenes habían invitado a los vecinos a jugar en el patio, cuando de momento el cielo decidió enviar un aguacero sabroso.

El padre, como de costumbre, sin preguntarme autorizo al corrillo de niños a mojarse y seguir jugando en el fango que el agua de lluvia creo en el patio.

La pregunta obligada era. ¿Por dónde van a pasar cuando terminen de jugar en el fango? ¿Por el piso que me maté limpiando por horas? ¿Quién lo volvería a limpiar?

Eran las preguntas que con la mirada que echaba fuego, le hacía a mi marido.

Él estaba feliz mirando a los nenes jugar en el patio y sin decir una palabra, me fue haciendo entrar en razón.

Limpiar el piso no podía ser más importante que la alegría de aquellos niños. La ansiedad de que no fueran a ensuciar el piso me tenía estrés y evitaba que me diera cuenta de lo realmente importante.

Claro. Aquello me duró poco, pues era evidente que estaba exagerando.

Rápido salí al patio, les di unas reglas sencillas a los muchachos para cuando fueran a entrar a la casa y de inmediato comencé a empujarlo hacia el fango para abonar a su diversión.

La obsesión por las cosas, en ocasiones, nos hace olvidar la razón de ser de lo que hacemos. 

Yo quiero una casa limpia para que mi familia la disfrute. Evitar los regueros es importante, pero sin llegar al extremo de imponer el terror al punto de que no se atrevan usar las cosas, ni disfrutar de la casa.

El que riega, recoge sí, pero la sala, los cuartos y el patio son para disfrutarlos. Por eso no hacía sentido que me preocupara porque el fango fuera a entrar a la sala, pues era una ocasión especial consentida por su padre, en la cual mis hijos estaban pasándolo de lo lindo.

Al final entraron a la casa y aunque trataron de no ensuciar los rastros de fango fueron inevitables. Se dieron un buen baño, se cambiaron de ropa y yo volví a limpiar el piso.

Esta vez, al menos, el organizador del festival de fango familiar me ayudó en la tarea de la limpieza.