El lugar de encuentro familiar este fin de semana fue Guavate, donde se hace y se come el mejor lechón asado del mundo. No exagero cuando digo que es el mejor del mundo, nuestro lechón a la varita se ha ganado el respeto de los paladares más exigentes del planeta y así lo distinguen en revistas y medios especializados. 

Eso sí, hay que comerse el lechón allí mismo, no sabe igual cuando lo pides para llevar. No solo el cuerito no cruje igual después del peaje de Caguas, sino también se pierde la sazón que le pone el ambiente folclórico del  lugar. Esto me lo ratificó el comensal de la mesa de al lado, residente en los Estados Unidos, quien llegó hasta Guavate cautivado por el sabor de nuestro lechón, que probó por primera vez las Navidades pasadas.

“En una fiesta en San Juan lo llevaron ya picado en unas bandejas. Cuando pregunté me dijeron que era lechón de Guavate. Quise conocer más de Guavate y aquí estoy, ahora no me quiero ir”, me contó el simpático vecino de mesa, quien se chupaba los dedos, bailaba como podía y no dejaba pasar una sola ronda del ron caña que nos ofrecían. Como él, muchos otros con cara de  turistas disfrutaban de lo lindo en aquel pedazo de nuestra tierra. 

Guavate es una experiencia que hay que vivirla completa, de a rabo a cabo. Comenzando por el tapón en la entrada, no importa a la hora que llegues. Nosotros llegamos a las 12:00 del mediodía.  Sin embargo, esa congestión vehicular te da un tiempo para bajar el vidrio y sentir la brisa fresca de monte adentro. En la fila del tapón te encuentras con los jeeps sin capota y las caravanas de motoras sonando sus bocinas y acelerando. Cuando el sonido de la salsa, bachata y el merengue comienza a subir de tono, al igual que el olor a leña y carbón, sabes que te estás acercando.

El estacionamiento siempre es un reto, pero uno se resuelve. Una  doñita me gritó “tres pesos” señalando a un espacio improvisado donde nos metimos de cabeza sin pensarlo dos veces. 

De ahí en caminata hasta el negocio seleccionado, viendo en el recorrido artesanías de todo tipo, entre las que predominan los colores de la  bandera de Puerto Rico y las figuras de los tres Reyes Magos. Parte del folclor son una pica de fiestas patronales a un lado y entretenimiento para niños en el otro. Mi pequeña hija  señalaba asombrada hacia unos muchachos que llevaban culebras amarradas a su cuello. El varón,  más grandecito, se entretenía tarareando los coros de parranda navideña que por allí se escuchaban. 

Un simpático bailarín nos dejó a todos boquiabiertos al tener un maniquí como pareja, la que no soltaba ni en los intermedios musicales. Llegaron pleneros, pasaron pitorro por las mesas, bailamos en grupo, en fin, disfrutamos en familia como sabemos hacerlo los puertorriqueños. 

No solo el lechón sabe mejor cuando se sazona con las tradiciones y costumbres de nuestra gente; la vida misma se disfruta más y hasta al rostro más   amargado se le dibuja una sonrisa. 

Que no terminen las Navidades sin darte la vuelta por Guavate con el familión... vale la pena.