“Todo tiene su final, nada dura para siempre” , nos cantó Héctor Lavoe y nos toca recordarlo al terminar las Navidades. 

Ese era el lamento de todos en la última fiesta a la que asistí en la casa de mi cuñado, que además es vecino inmediato.

Todos con nostalgia reflexionábamos en voz alta sobre lo mismo, pero con frases diferentes: “Se acabó lo que se daba”, “Se acabó el guame” , “Se acabó el pan de piquito”, “De vuelta a la realidad”, “Qué sonido tan triste cuando se acaba”, entre otros lamentos.

Nadie estaba conforme con lo que decía el calendario, pero no teníamos otra alternativa que aceptar la realidad: las Navidades habían terminado. 

No exageramos cuando decimos que celebramos en Puerto Rico las mejores Navidades del mundo; se me hace difícil pensar que puedan superarnos. Es la combinación perfecta de clima, música, comida y tradiciones, un paraíso que nos permite sacar lo mejor de nosotros y celebrarlo.

A las que somos madres se nos hace disponible tiempo de calidad con nuestros hijos que no se repite en ninguna otra época del año. La ilusión de la Navidad brinda una oportunidad única para intimar con nuestros pequeños y disfrutar al máximo de su inocencia. Nos acercamos más a ellos, hablamos su mismo idioma, sentimos la misma ilusión. Escuchamos también los cascabeles de los venados y vemos las sombras de los camellos, nos transformamos por completo.

Poco nos cuesta sentarnos en el piso largas horas a jugar, decorar el árbol, buscar la yerba de los camellos. Imposible olvidar durante el resto del año sus caritas de emoción al mirar bajo el árbol el 25 de diciembre y el 6 de enero.

La Navidad nos permite, además, visitar a nuestros familiares con la frecuencia que quisiéramos durante el año, pero que el ajetreo diario nos impide. Escuchar sus historias de crianza nuevamente y disfrutarlas como si las hicieran por primera vez. Con nuestra compañía y buen trato hacerles saber cuán agradecidos estamos por todo lo que hicieron por nosotros.

 Si el abuelo o algún familiar está enfermo, al hospital llega la parranda llevando con nuestra alegría la mejor medicina. Igual con nuestros hermanos y familiares cercanos de quienes en ocasiones, sin darnos cuenta, nos alejamos durante el resto del año. La puerta de la casa es cuando más tiempo permanece abierta, permitiéndoles a los vecinos libre entrada al sentirse invitados a pasar en todo momento. 

Igual pasa con la nevera, su bombilla siempre encendida como señal de que alguien esmayao está asomando la vista, pues sabe que siempre encontrará algo para picar. Es cuando recibimos de nuestros amigos del alma esa llamada de felicitación que tanto nos alegra el día, esa amistad sincera que nunca falla y que tanto valoramos. Incluso nuestro trato para quienes recién conocemos en Navidades tiende a ser más cordial. Más besos y abrazos también para nuestros esposos, más tolerancia y menos cantaletas.  

La Navidad nos hace más felices, nos hace mejores seres humanos. Por eso nunca queremos que termine y no tiene por qué terminar. Aunque la fiesta llegue a su fin, la Navidad puede continuar si decidimos extender al resto del año las cosas buenas que provoca en nosotros.