Como de costumbre, hice una parada en el puesto de verduras en Altamira para comprar algunas cositas. Es el que queda detrás de Yaya’s, en el área de Guaynabo que se inunda con cualquier aguacero.

Me estacioné frente a la carpa y de inmediato escuché un grito: “¿Con qué cuento viene hoy Alexandra?” Era Franklin, el dueño del puesto, un simpático obrero dominicano que se gana la vida en aquel pedazo de acera.

Trabajador incansable, como la mayoría de sus compatriotas residentes en la Isla para quienes no existen los días feriados. Nos hicimos amigos hablando de deportes y farándula. Siempre me daba su opinión sobre lo que se hablaba en “Dando Candela”, pero me decía que no le gustaba el chisme. 

Si algún equipo dominicano le gana a Puerto Rico me recibe gritando algún refrán dominicano. Atiende a  sus clientes con el corazón. Si voy con los nenes arranca un guineo y se los da. La nena ya se acostumbró y se lo recuerda cuando nota que nos vamos y Franklin no se ha puesto pálido.

Aquel día le pedí lo necesario para hacer un sancocho. Luego de entregarme las verduras me dio una bolsa de recao  y me dice que es el aguinaldo de Navidad, que no tenía que pagarlo. Traté de no aceptarlo, pero fue imposible, le dije Feliz Navidad y se lo agradecí. “Pero no hay tregua, este año lo que hay es fuete para los equipos boricuas”, me gritó mientras me despedía con su típica sonrisa de cachete a cachete.

Aquella bolsa de  recao tiene mucho significado. Franklin vive de las ventas de sus viandas, frutas y vegetales; es lo que tiene y fue eso lo que ofrendó. No regaló de lo que sobraba o había perdido utilidad, sino de lo que le permite alimentar a su familia. Lo hizo con amor y deseo genuino de agradar, como deben ser los aguinaldos, generando más satisfacción en quien lo otorga que en quien lo recibe. Lo poco o mucho no es lo importante, la bolsa de recao de 

Franklin tiene tanto o más valor que el más ostentoso regalo.

Agradecer las bendiciones con una plegaria es importante, pero compartiendo lo que tenemos es cuando demostramos verdadera gratitud.

Ese menudo o pesito que ponemos en la mano extendida del mendigo, el almuerzo a quien tiene hambre, la ayuda o alegría a quien la necesita, puede cambiar la vida de la gente, aunque sea un instante, y nos hace mejores seres humanos. Sin juzgar ni preguntar el porqué de la necesidad, si nos choca de frente y tenemos la posibilidad de ayudar, debemos hacerlo.

El aguinaldo de Franklin llegó a la olla como él quería, ayudando a sazonar tremendo  sancocho.