Querida Minga:

Estoy a punto de que don Baco, el del Banco Gubernamental de Fomento, me oriente sobre la manera de conseguir algunos incentivs pá publicar el nuevo diccionario gastronómico boricua.

Sabido es que nuestra manera de hablar de comida ahora es pura distingancia, y que ya las cosas no las mentamos como antes.

Me cuentan los entendidos en la materia consultados, que esta nueva jaibería lingüística con la comida viene desde que soplaron vientos huracanados en nuestros restaurantes con la llamada cocina nuvel.

Resulta, Minga, que los que trajeron esta cocina querían  que el boricua educara su estómago y su paladar pá comer en raciones más chiquitas y con salsas más livianitas.

Sucio difícil en un pueblo que ha tenido una confusión de espíritu estomacal comiendo ensalada de papas con arroz blanco y lasagna, o acompañando los canelones con coditos.

Pero esos  primeros chefs que trajeron la cocina nuvel a Borinquen fueron verdaderos genios, porque en adichon, lograron cobrarle a la gente un chaval por chispititos de comida arregladitos magistralmente en platos bien grandes.

Entonces, una ensalada de lechuga del país dejó de llamarse así y la bautizaron como delicias de Aibonito en vinagreta. Y no quieras tu ver lo que se empezó a pagar por dos hojitas de lechuga recostaditas una de la otra, con aceite y vinagre.

Me dicen que truli fue una inversión para darnos la distingancia de comer un aperitivo antes de entrarle al plato fuerte. Que de fuerte, pasó a ser casi casi otro aperitivo en tamaño.

Claro que pronunciar el nombre del plato tomaba más tiempo que comérselo . Porque empezamos a ver cosas como delicias de ternera con yerbas de la montaña y majado de yautía. O sea, ternera en fricasé con sofrito del país y viandas, y nada de arrocito ni blanco a menos que estuvieras dispuesta a pagar extra pá poder mojar la salsita como Dios ha mandáo siempre en nuestra cocina.

De las reducciones ni te cuento.

De pronto aparecieron choretas hasta en la gandinga.

Y las salsas de tamarindo y guayaba se convirtieron en lo último de la avenida, tanto que el mayo kétchup al que tanto boricua está adicto pá sumergir fritangas quedó venido a menos y relegado a la intimidad de los hogares propios o de familiares o amigos discretos con quienes se podía chonear en paz sin ser llamado cafre.

De los postres ni te cuento. Ahí fue que empezó a correr el billete cuando decidieron cobrar siete pesos por una cucharadita de mantecado, desparramada encima de un guineo, con una que otra almendrita y chorritos de salsas dulces floripondeando el plato.

Jacinta.

PD: Pero resulta y acontece, que el horno no está como pa galletitas y hay un movimiento por ahí de ir a restaurantes donde se pueda volver a chonear aunque sea con camuflage de distingancia, como me dicen que la gente hace en Bottles, sin pachó alguno, o en el mismísimo Cheescake Factory. Es más, ahí me dicen que han tenido que repartir sales minerales en la fila tan larga de espera, porque la costumbre es no desayunar pá ir con el estómago bien vacío y disfrutar de la transacción a la antigua: pagar mucho pero comer mucho. O tener pá la comida en el sitio, y el dogy bag al otro día. Y menos mal que todavía existen el Obrero, y Rebecca, y doña Ana, y  Casa Emilio y otras muchas fondas donde se puede comer mucho, bueno y barato. Y de paso, hacer mexturas raras sin vergüenza alguna.