SPINDALE, Carolina del Norte— Jamey Anderson recuerda con claridad una ocasión, cuando era un niño delgado, en la que se quedó temblando en el suelo de un almacén sin ventanas, frío y húmedo, esperando aterrado al siguiente adulto que abriera la puerta.

Estaba magullado y agotado después de que lo sujetaran a la fuerza mientras varios miembros de la iglesia Word of Faith Fellowship _incluidos su madre y su futuro padrastro_ lo golpeaban con una pala de madera, indicó.

Como la mayoría de los castigos en la recluida iglesia cristiana, dijo Anderson, se debía a una vaga acusación: tenía pecado en el corazón, o había cedido a lo “sucio”. Los ataques podían durar horas hasta que confesara algo, lo que fuera, y llorara llamado a Jesús.

A veces, ni siquiera eso bastaba para obtener la redención. Entonces, dijo Anderson, le encerraban en un lugar oscuro al que él llamaba la “sala verde”, donde se golpeaba la cabeza contra un muro de ladrillos y deseaba la muerte.

“Solo quería que acabara”, dijo a The Associated Press. “Por supuesto, nos dijeron que suicidarse era el pecado imperdonable”.

Hoy, Anderson es un elocuente abogado de 29 años con un rápido ingenio y un lado sarcástico. A primera vista, parece centrado. Pero le cuesta confiar en la gente.

Huyó de la Word of Faith Fellowship (Hermandad Palabra de Fe) cuando tenía 18 años, pero no es libre. Más de una década más tarde, le asaltan los terrores nocturnos y le cuesta aclararse en un mundo que no comprende tras haber crecido en lo que él describe como una “secta”.

Dentro de una investigación en marcha sobre la Word of Faith Fellowship, docenas de exmiembros han contado a AP que los miembros de la congregación sufrían golpizas habituales en un esfuerzo de “purificar” a los pecadores, incluidos los niños. Pero a pesar de unas acusaciones de maltrato que se remontan a dos décadas, las autoridades no han hecho gran cosa para intervenir.

Anderson describe su infancia como algo comparable al infierno.

Durante su adolescencia fue señalado como un rebelde y sufrió algunos de los tratos más brutales de la Iglesia, según dijeron a AP casi dos docenas de exmiembros. Un ejemplo de sus transgresiones: hacer una mueca a un compañero de clase.

Algunos de sus primeros recuerdos, explicó Anderson, son de una práctica de la comunidad conocida como “blasting”, en la que se gritaba a un feligrés, en ocasiones durante horas, para expulsar a los demonios. A menudo las sesiones escalaban a puñetazos y estrangulamientos, según más de 40 miembros entrevistados por AP.

Pero sus recuerdos más traumáticos son de la “sala verde”, un almacén llamado así por el color de su recubrimiento exterior, en una casa que compartía su familia con más de una docena de fieles.

Anderson narró un ataque especialmente brutal cuando tenía unos 9 años, en el que una mujer de la iglesia le sujetó los brazos mientras su madre se sentaba sobre sus piernas y le golpeaba con una pala.

“Me golpeó en muchos más sitios de donde se suponía que debía hacerlo. Pero no pararon, porque yo necesitaba un ‘cambio’. Los demonios ‘me estaban dominando’ cuando era un niño. Iba a ir al infierno. De modo que siguieron golpeando con la pala, golpeando con la pala”, dijo.

La madre de Anderson, Patricia Dolan, no respondió a mensajes y llamadas de teléfono de AP.

Noell Tin, abogado de la líder de la iglesia, Jane Whaley, negó que Anderson hubiera sufrido malos tratos. “Las afirmaciones del señor Anderson no son desmentidas solo por la señora Whaley, sino también por miembros de la iglesia”, indicó.

Cuando Anderson huyó de la comunidad, dejó atrás la única vida que había conocido y perdió todo el contacto con su madre y su hermano.

Finalmente se graduó en la facultad de derecho y fue contratado por una firma respetada en Charlotte, y su futuro _por una vez_ parecía brillante. Entonces, una noche del año pasado, la policía llamó a su puerta y le detuvo por allanar la propiedad de su hermano.

Nick Anderson había jurado ante un juez que otro miembro de la iglesia había visto a Jamey en su propiedad. Cuando se le presentaron pruebas abrumadoras de que Jamey no estaba en ningún lugar cerca de la casa de su hermano esa noche, el fiscal de distrito, Ted Bell, desestimó el caso.

Nick Anderson declinó hacer comentarios cuando fue contactado por teléfono.

Bell dijo que había considerado acusar a Nick Anderson y al otro feligrés de intimidar a un testigo, pero en su lugar les enviaría “una carta en términos firmes para que no lo hagan de nuevo”.

Eso ofrece poco consuelo a Jamey. Al igual que el niño delgado encerrado en un trastero y que espera a la siguiente golpiza, aún no puede escapar del miedo a lo que podría hacer la iglesia a continuación.

No quiere que ningún otro niño en la comunidad sufra como él dice haber sufrido, de modo que cuenta su historia para “ser la luz que yo solía ver cuando era un niño pequeño, que se extinguió cuando nadie nos salvó. No quiero quedarme mirando mientras otros niños crecen y empiezan a marcharse y dicen, ‘¿Por qué nadie viene y nos ayuda? ¿Por qué se destruyó nuestra infancia, cuando ustedes sabían que no era lo correcto?’”.