Keith Schiller, un hombre cincuentón, alto, de pelo rasurado y complexión fuerte, llegó el martes a las 5 de la tarde a las oficinas del FBI con un sobre amarillo en la mano, a entregar al despacho del director, James Comey. Dentro estaba la carta de “despido, efectivo de forma inmediata” a un Comey que a esa hora estaba en Los Ángeles, en la costa opuesta. Se enteró de la noticia a través de una pantalla de televisión y al principio pensó que era una broma de mal gusto. 

El presidente Donald Trump eligió a Schiller para que, en un gesto que recordó a las tácticas mafiosas de las películas de Hollywood, hiciera de mensajero de una decisión fulminante e inesperada. Podría haber elegido a alguien más joven, más inexperto, pero prefirió que fuera el jefe de operaciones del Despacho Oval, el ex director de seguridad de la Torre Trump, su guardaespaldas a tiempo parcial y ex detective de la policía de Nueva York el que hiciera los honores. Un hombre “fuerte como un buey” y “extremadamente leal”, como le definen ex colegas suyos. 

El martes, el presidente decidió acabar de improvisto con un Comey que para muchos le entregó la Casa Blanca, pero que él veía cada vez más como un estorbo y una potencial astilla que, si no se removía de inmediato, se iba a enquistar en su mandato.

Fue el fin de una historia de amor-odio ciclotímica y unidireccional, marcada por el rédito político que las decisiones, declaraciones y acciones del Buró Federal de Investigaciones (FBI) podían tener, en positivo o negativo, para la imagen pública y las aspiraciones presidenciales de Trump. Éste alababa al FBI cuando creía que investigaba a Hillary Clinton y lo criticaba cuando no. Confiaba en Comey hasta que anunció que investigaba los lazos del equipo del presidente con Rusia. La fórmula es extremadamente sencilla: conmigo o contra mí, la única norma que parece funcionar en el entorno Trump y que tiene que ver con la “lealtad”. Si se cumple eres bienvenido; si no, el puesto está en peligro. 

Cuando en julio de 2016 Comey recomendó no procesar a Clinton, la entonces candidata presidencial demócrata, por el uso “extremadamente negligente” de su correo electrónico y material clasificado cuando fue secretaria de Estado, la ira de Trump fue directa contra el director del FBI, a quien acusó de ser uno de los culpables del “sistema amañado” que había en su contra. 

Pero cuando 11 días antes de las elecciones Comey reabría el caso y, con ello, entregaba la presidencia a Trump, el odio se convirtió en un primer acercamiento de reconciliación. “Tuvo muchas agallas. No estaba de acuerdo con él, no era su fan. Pero tengo que decirles que, lo que hizo, le ha devuelto la reputación”, dijo en un mitin en Michigan.

Menos de una semana después, Comey cerraba de nuevo el caso sin nuevos hallazgos, y las dudas de Trump sobre Comey volvían. El magnate ganó, y los demócratas mantienen que Comey fue la clave para la derrota de su candidata. “Le costó la presidencia [a Hillary]”, dijo el ex presidente Bill Clinton. Aunque nunca lo hizo público, Trump reconoció implícitamente que fue así cuando, en la primera ocasión que pudo, destacó a Comey en una recepción a los más altos cargos de cuerpos de seguridad e inteligencia. “Oh, ahí está James. Se ha vuelto más famoso que yo”, bromeó, antes de darle la mano y abrazarlo, ante la estupefacción del director. 

El presidente quiso tantear hasta dónde podía llegar esa relación. Mientras Trump todavía trataba de ubicarse en la Casa Blanca, buscando interruptores y puertas, llamó a Comey para cenar en la residencia. El director del FBI, reacio a mezclar la independencia de su cargo con las voluntades políticos, se negó en un principio, igual que desestimó todas las invitaciones de Barack Obama para jugar baloncesto. Pero tras una reflexión concluyó que declinar una petición del presidente no era correcto.

La honestidad no basta 

En esa cena, entre alardeos por la victoria electoral, pidió a Comey “lealtad”, la única cualidad que parece importar al presidente en aquellos que trabajan para él. En respuesta, el director del FBI le ofreció “honestidad”. Trump negó haber hecho esa petición, pero gente cercana al ex director del FBI aseguró al The New York Times que “Comey ahora cree que aquello fue el presagio de su caída de esta semana”. 

Todavía el 27 de enero, la Casa Blanca y el propio Trump aseguraban que tenían plena confianza en Comey. Le reafirmaron el puesto y todo quedó estancado hasta que el 20 de marzo, en una audiencia ante el Senado, el FBI soltó la bomba: desde julio de 2016 estaban investigando “los esfuerzos del gobierno ruso de interferir en las elecciones presidenciales de 2016, incluyendo la investigación de la naturaleza de los lazos entre individuos asociados a la campaña de Trump y el gobierno ruso, y si hubo coordinación”. 

El balde de agua fría cayó de repente sobre una Casa Blanca que no se esperaba el gesto; al contrario, creían que Comey anunciaría que nunca hubo complot. Fue la sentencia final. La investigación sobre los lazos Trump-Rusia estaba acelerando, profundizando y empezando a obtener frutos. Un caso que para el presidente es una “farsa pagada por los contribuyentes”, una “broma inventada por los demócratas [para justificar su derrota electoral]”. Y, lo que es peor: pone en duda su triunfo.

Comey se centraba en eso y en cambio no hacía ningún esfuerzo por descubrir de dónde salían las filtraciones a la prensa, y había desestimado de forma tajante las acusaciones de Trump de que su antecesor, Barack Obama, ordenó espiarlo durante la campaña electoral. Comey dijo “no tener información que apoye” tales denuncias, hechas por el magnate vía Twitter. Para Trump, esas declaraciones fueron una falta de respeto y deslealtad intolerable. El fin de Comey se acercaba. 

“Fue muy bueno [Comey] con Hillary (…) No, todavía no es tarde [para despedirlo]. Pero, ya sabes, confío en él. (…) Veremos qué pasa. Ya sabes, va a ser interesante”, decía de forma intrigante Trump el 12 de abril, en entrevista con Fox News. La “confianza” explícita era un beso de Judas. 

El 3 de mayo, Comey volvía al Senado a declarar. Cometió un error en la declaración, que enmendó una semana más tarde. Era la excusa perfecta: ese fallo sería la justificación para acabar con Comey. 

Trump esperó a que Rod Rosenstein asumiera el cargo de fiscal general adjunto para hacerlo escribir un memorándum que fuera pretexto del despido de un director que ya era calificado de “fanfarrón”. La jugada le salió mal y, tras la amenaza de Rosenstein de dimitir, Trump confesó a NBC que la decisión del despido ya estaba tomada de hace meses. “Iba a despedirlo fuera cual fuera la recomendación”, escupió; incluso aclaró que no era por la mala gestión del caso Clinton sino por “la cosa de Rusia”. 

El error de cálculo político de la decisión fue épico, y la tormenta estaba desatada; los cambios de versión de qué sucedió realmente aumentaron el descrédito de la Casa Blanca de Trump. La idea de retirar a Comey para cortar de raíz la pesquisa del Rusiagate quedó evaporada. Cada vez son más las voces que reclaman una pesquisa independiente.

El caso trajo muchos ecos del escándalo de Watergate que le costó la presidencia a Richard Nixon, cuando en su intento por frenar las pesquisas sobre un espionaje a los demócratas que él ordenó, decidió despedir del fiscal especial que lo investigaba, provocando las renuncias del procurador general y su adjunto. Fue el FBI también el encargado de investigar la relación extramatrimonial del presidente Bill Clinton con la becaria Monica Lewinsky, sobre la cual él mintió y que por poco pone fin a su presidencia. 

Expertos subrayan la importancia de mantener la independencia de agencias como el FBI, pero Trump exige lealtad ante todo. Por eso, nadie sabe dónde terminará el escándalo actual. Por lo pronto, el Comité de Inteligencia del Senado citó de urgencia a Rosenstein y Comey para que expliquen su versión de los hechos. El primero aceptó e irá la próxima semana; el segundo no.