Patillas. Un empinado camino se abre paso a lo largo de laderas abarrotadas de exuberante y colorida vegetación. En esta finca de la sierra de Patillas, el océano de infinitos verdes que dibujan el monte está por todos lados salpicado de flores que recorren una amplia gama de colores, desde los tonos blancos y amarillos, pasando por anaranjados, rosados y rojizos, hasta llegar a tonos marrón y violeta.

En medio de este paradisiaco paraje, está la oficina de ocho personas agrupadas en una cooperativa que se encargan de mantener este jardín. No tiene puertas, ni ventanas, ni aire acondicionado. No necesita nada de eso, pues las copas de los ancianos y gigantescos árboles y el mar de helechos, bromelias y plantas rastreras y colgantes se encargan de asegurar que las calurosas temperaturas del verano se sientan aquí como frescas brisas que llegan acompañadas de una sinfonía de cantos de aves.

Relacionadas

En unas palanganas creadas a partir de drones cortados a la mitad, dos mujeres lavan una diversidad de flores y hojas de heliconias, jengibres, arecas, palmas y hasta unos guineítos morados. En una hilera las sumergen en agua, en la otra en agua con detergente. En una esquina hay ramas de arecas, en la otra descansan enormes hojas llamadas popularmente orejas de elefante, más adelante aguardan flores rojas, amarillas y verdiblancas. Con cuidado de botánicos se aseguran de limpiar hasta los más intrincados rincones de cada flor, levantando pétalos, hojas y otras partes de las complejas estructuras vegetales. La limpieza tiene que ser exhaustiva, pues las flores se empacan luego para ser exportadas a Nueva York, y deben pasar por los rigurosos controles aduanales del Departamento de Agricultura Federal. Una pizarrita tiene la lista de todos los productos que se van a trabajar ese día, sobre 500 en total.

“A este lugar le dicen la finca de los gringos, porque los dueños originales eran estadounidenses”, explica Tomás Arroyo Serrano, presidente y miembro de la cooperativa Asociación de Trabajadores Marín Alto Tropical, al relatar la historia de Susan y Kelly Brooks, el matrimonio norteño que se enamoró de este rincón boricua y creó la finca de cultivo de flores.

“El difunto don Kelly vino a Puerto Rico con planes de trabajar antulios y orquídeas. Era una persona muy conocedora y quería un lugar que tuviera agua por mucho tiempo. Cuando llegó a este lugar, se enamoró de la finca. Luego trajo a su esposa, a quien también le encantó, y se quedaron”, prosigue Tomás, mientras camina con sus botas de agua y machete en mano por uno de los senderos.

Recuerda que el matrimonio no hablaba español y se trajo a una amiga cercana que en el inicio sirvió de intérprete con los trabajadores locales. Sin embargo, el proyecto generó una relación tan estrecha que todos acabaron convirtiéndose en una gran familia.

“La tormenta (huracán) Hugo (1989) le tumbó todos los viveros. Estaba que se le salían las lágrimas al ver todas las plantas destruidas”, rememoró Tomás sobre un episodio que casi pone fin a la finca. “Pero su esposa recogió las mejores plantas para empezar otra vez. Y luego viajó a traer semillas de heliconias y ‘gingers’, y conoció a una persona que tenía un negocio de floristería en Nueva York. Y así nació esto”.

Al morir don Kelly hace algunos años, su esposa decidió que vendería la finca, pero se aseguró de que quien fuera a comprarla mantuviera el jardín y sus trabajadores. Aparecieron compradores, pero como no querían cumplir esa exigencia, los rechazó. Finalmente, llegó el Fideicomiso de Conservación Para la Naturaleza, y además Susan supo de las cooperativas.

“Y ahí decidimos hacer la cooperativa los ocho. Ha sido muy bueno, una bendición. Tenemos sueldo, acciones”, dice Tomás en tono complacido. “Cuando ella se iba fue triste, pero también emocionante. Nos dijo, ‘ustedes no son empleados, son familia, son nuestros hijos’. Y no quería que nos quedáramos sin trabajo”.

Desde entonces, la cooperativa, cuyos integrantes son todos de la zona, ha seguido adelante, exportando sus tropicales productos florales dos veces por semana hacia la Gran Manzana.

Tomás interrumpe su relato para mostrar una enorme flor roja de una de las sobre 200 variedades de heliconias y jengibres que tiene el jardín. Camina unos pasos y muestra otra diferente, naranja, familia del jengibre y de la que también tienen variantes en rojo y rosado. Más adelante apunta al horizonte, mostrando una vista espectacular hacia el sur, en la que se ve el lago Patillas a la distancia. Y poco más adelante, enseña una “antorcha blanca”, otra gran flor también de la familia de los jengibres. Así continúa el espectáculo floral, apenas interrumpido por el saludo de una boa puertorriqueña que se asoma al sendero. A una flor rosa y blanca que al secarse deja un puñado de bulbos rojos, le sigue un ramillete de flores blancas “muy duraderas”, luego las populares flores de heliconia carmín y escarlata con bordes amarillos, el ramillete naranja de “pico de gallo”, el larguísimo ramo bermellón de una heliconia que puede llegar hasta los ocho pies de extensión, la flor redonda parecida a un panal de oscuro color café de otro tipo de jengibre.

Al final del sendero se acomoda una charca alimentada de aguas que bajan de la montaña, en la que nadan coloridos kois y reposan lotos blancos y violáceos en cuyo centro revolotean abejas en busca de polen.

La ruta de regreso lleva por viveros en los que crecen antulios, otras heliconias, decorativas piñas miniatura, helechos enanos, helechos torcidos, calateas y enigmáticas plantas “carnívoras” que capturan en sus flores en forma de campanas invertidas insectos y otros organismos de los que extraen nutrientes.

Variedad de la flor ginger, conocida como ginger blanca. (tony.zayas@gfrmedia.com)
Variedad de la flor ginger, conocida como ginger blanca. (tony.zayas@gfrmedia.com)

Irónicamente, la mayor parte de las maravillas florales que recogen en las ocho cuerdas cultivadas de las 132 que posee la finca, no adornan salones y celebraciones en la Isla. Solo una porción se venden localmente.

De vuelta a la peculiar oficina abierta a la naturaleza, Lucía Meléndez de León lleva en manos un puñado de flores, para lavar. Sonríe y, al igual que Tomás, habla con orgullo de su labor y de la cooperativa que permitió “salvar el negocio de venta de flores”. Hace su trabajo con minucioso cuidado para asegurarse que “no se lleve ni una hormiguita”.

Tras 16 años laborando en la finca, Lucía muestra el contagioso entusiasmo de quien acaba de empezar en su trabajo soñado, y no vacila en celebrar que, a pesar de la situación que atraviesa el país, ellos tienen un salario. Añade que si no fuera por la finca, con toda seguridad “estaría en la casa sin trabajo”, y agradece que hubieran encontrado la fórmula para mantenerla funcionando.

Esta exitosa cooperativa, como muchas otras a través de toda la Isla, parece tener un mensaje de que, a pesar de la crisis, hay formas para reinventarse y salir adelante.