Río de Janeiro.- El enero de 2006, Fidel Castro se plantó frente a la Oficina de Intereses de EE.UU. en La Habana y tuvo un encuentro fortuito con la prensa extranjera acreditada en la isla. Sería el último. Poco después, enfermó y tuvo que dejar el poder.

Aquella tarde de enero, Castro estaba inmerso en una de sus muchas "batallas contra el imperio", una obra que se levantaba frente a la sede diplomática estadounidense para evitar que los cubanos vieran los mensajes "contrarrevolucionarios", según el comandante, que se proyectaban desde el edificio.

Luego se sabría que era un "bosque de banderas", pero, entonces, Castro, lo mantenía como si de un secreto de Estado se tratase.

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Por casualidad, el líder cubano iba a toparse con un equipo de la Agencia Efe y, contra todo pronóstico, accedió a dialogar con los periodistas que, poco a poco, abarrotaron la zona.

Su mayor obsesión era demostrar que Cuba mantenía su protagonismo en la agenda internacional y que, a sus 79 años, estaba en plena forma y con fuerza para enfrentarse "al imperio".

"No temblamos, no tenemos el mal de Parkinson, ni mucho menos, y si lo tuviéramos, no importa", dijo entonces.

Para disipar los continuos rumores sobre sus problemas de salud -que el 31 de julio le obligarían a dejar el poder- y para mantener a Cuba en la agenda mundial, Castro necesitaba a los periodistas extranjeros.

Su obsesión por la prensa venía de lejos. Antes del triunfo de la revolución, en 1959, ya utilizaba los medios para hacerse notar y propagar sus mensajes.

La visita de Herbert Mathews, del New York Times, a Sierra Maestra, en 1957, cuando la guerrilla solo contaba con un puñado de hombres y le hizo creer que eran decenas de guerrilleros bien armados, fue fundamental para convertirlo en un líder revolucionario a ojos del mundo y aumentar las simpatías internacionales por su causa.

"Fue teatro, literalmente un teatro guerrillero, lo que Castro montó para Matthews", diría años después el escritor y periodista Tad Szulc, en su libro "Fidel", una de las mejores biografías sobre el líder cubano.

Dos semanas después de tomar el poder, Castro lanzó la llamada Operación Verdad. Se organizó en el Hotel Riviera de La Habana una reunión internacional con cerca de 400 periodistas de Estados Unidos, Europa y América Latina. Fue, según el régimen, la primera "gran batalla" de la revolución contra la desinformación.

Poco después, en junio del 59, nació la agencia Prensa Latina, de la mano del argentino Ricardo Masetti, que llegó a Cuba siguiendo al Ché Guevara, y en la que colaboró activamente otro argentino, Rodolfo Walsh, asesinado después por la dictadura militar de su país.

Los avances contra la prensa que el régimen no consideraba próxima a la revolución fueron rápidos. En octubre de ese mismo año, con motivo del "Día del Reportero", Armando Hart, entonces un joven ministro de Educación de 28 años, fijó los límites que marcaba el gobierno:

"La objetividad es un mito de la civilización. La única base de la objetividad es aquella que refleja a la opinión pública. ¿Y dónde está la opinión pública? Cuando habla el doctor Castro lo hace en nombre del pueblo y por lo tanto expresa la opinión pública. Aquellos que ignoran la opinión pública defienden los intereses de la oligarquía".

A partir de entonces, se aceleró la eliminación de los medios privados y se cerraron las puertas a la prensa extranjera, especialmente a la estadounidense, aunque hacia la década del 70, sin embargo, se inició una tímida apertura con la instalación de agencias internacionales.

Pendiente de la información en todo momento, Fidel leía a diario los principales periódicos del mundo y cientos de "cables", como se refería a las noticias de agencia.

Acudía con frecuencia a la televisión cubana y en muchas de sus intervenciones pedía que le pasaran los "cables" de las agencias internacionales sobre sus declaraciones y los leía en directo.

No le temblaba la mano para dejar en evidencia a algún corresponsal, incluso para expulsarle de la isla, como ocurrió en numerosas ocasiones, si consideraba que el trabajo del periodista no se ajustaba a los "intereses de la revolución".

En el libro "100 horas con Fidel", de Ignacio Ramonet, el periodista español le pregunta por las críticas sobre la monolítica prensa en Cuba.

"Mire, sinceramente, nuestros órganos de prensa no están en manos de los enemigos de la Revolución, ni en manos de agentes de los Estados Unidos. Están en manos de revolucionarios. Nuestra prensa es revolucionaria, nuestros periodistas, en la radio, en la televisión, son revolucionarios", le respondió.

"Nosotros tenemos muchos periódicos, cada organización tiene su órgano de prensa: los trabajadores, la Juventud, el Partido, los campesinos, las Fuerzas Armadas. Hay decenas de periódicos, y todos son revolucionarios", agregó.

Un argumento contra el que se rebelaron muchos periodistas cubanos que comenzaron con la revolución y terminaron en la disidencia, como Raúl Rivero, que fue encarcelado y hoy está exiliado en España, y que contestó al régimen en su momento: "No hay un periodismo revolucionario ni un periodismo contrarrevolucionario. Hay periodismo o nada".