México.- La redacción del semanario Ríodoce se reúne los miércoles para decidir su cobertura de la violencia en Sinaloa, un estado del noroeste de México marcado por el crimen organizado, la corrupción de las autoridades y las guerras intestinas del narcotráfico. Esta mañana, sin embargo, y bajo la sombra de su propio dolor, hablarán sobre seguridad.

Primero llegan consejos: cambiar las rutinas, ser cuidadoso con las redes sociales, evitar quedarse solos en la oficina. Dos reporteras comentan dónde sienten que sus hijos están más seguros: una cree que en la oficina, aunque a la entrada del edificio lanzaron una granada en 2009; la otra, que en su casa.

En una pizarra hay tres columnas: adversarios, neutros, aliados. La experta en seguridad pide a los reporteros que enlisten nombres debajo de cada una. Nadie se enterará de lo que escriban y tampoco necesitan pruebas; las percepciones y corazonadas son más que suficientes. El objetivo sólo es hacer un mapa de los riesgos, trazar estrategias.

Los aliados son cruciales. En una emergencia hay que tener claro a quién poder marcar: un amigo, un abogado, un activista.

La lista más larga, por mucho, es la de los adversarios. La primera palabra que ponen es “narco”, así, sin ningún nombre; luego mencionan a políticos, empresarios, periodistas presuntamente pagados por el gobierno o por el crimen organizado. Todo un catálogo de villanos que transforma su trabajo en una actividad de alto riesgo.

La violencia no da tregua en México y junto a los cadáveres que se apilan por todo el país hay cada vez más periodistas. Al menos 25 han sido asesinados desde que el presidente Enrique Peña Nieto llegó al poder en diciembre de 2012, según el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ); 589 se han acogido al programa de protección federal; y en lo que va de año, han matado al menos a siete en igual número de estados.

Uno de los últimos era su inspirador y uno de los fundadores de Ríodoce, Javier Valdez Cárdenas.

"El gran error, vivir en México y ser periodista", escribió en una ocasión.

Su ausencia es omnipresente en Sinaloa. Una gran foto suya cuelga de la fachada del edificio del semanario —gesto burlón, el dedo medio de la mano extendido hacia arriba y la palabra “Justicia”. Su emblemático sombrero Panamá no falta en ninguno de los dibujos que estampan las camisetas de los reporteros Aarón Ibarra y Miriam Ramírez, ambos en sus treinta. Su nombre está todavía en el directorio del periódico. Y ahí sigue su columna “Malayerba”, aunque ahora en blanco.

El taller de seguridad tiene lugar a menos de dos meses de su asesinato. Los periodistas constatan que comparten pesadillas, insomnios y paranoias.

México es hoy el país más letal para la prensa. Este año mataron a más periodistas aquí que en Siria o Irak. Aunque en 2010 se creó una fiscalía especial para atender este tipo de crímenes, solo ha habido dos sentencias, según datos del CPJ. Como ocurre con el resto de los miles de homicidios que hay en el país, los asesinos de periodistas rara vez son llevados ante la justicia.

Pese a todo, Ríodoce no deja de cubrir el crimen organizado y la violencia en Sinaloa, aunque todavía duela el asesinato de Valdez, aunque el coraje les embargue, aunque ahora tengan que moverse en un terreno mucho más resbaladizo y traicionero.

Sin pistas de los asesinos, sin justicia, ante tanta incertidumbre, algunos como Aarón Ibarra piensan que hablar de medidas de seguridad no tiene sentido. “Es muy inocente gastar mi tiempo en este taller”, asegura. “Mientras no sepamos por qué [lo mataron] desconfías de todos”.

Al mediodía del 15 de mayo, Valdez salió de Ríodoce, en el centro de Culiacán, la capital de Sinaloa. Apenas se había alejado dos calles en su Toyota Corolla cuando lo interceptaron en un coche, lo bajaron del vehículo y le dispararon 12 veces. A un lado había un restaurante, enfrente un kínder. Su cuerpo estuvo 40 minutos tendido en la calle a pleno día, ante las caras descompuestas de amigos y familiares.

“Yo lo entendí como un mensaje”, dice Francisco Cuamea, subdirector del diario Noroeste, también de Sinaloa. Cualquiera podía ser el próximo.

Valdez, de 50 años, dejó mujer y dos hijos. Sus asesinos siguen desaparecidos. La prensa mexicana está indignada, pero no sorprendida.

A diferencia de otros casos, donde los rumores corren como la pólvora, sobre el asesinato de Valdez solo hay silencio. “Nadie quiere cargar con el muerto”, dice Juan Carlos Ayala, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, que lleva 40 años estudiando la violencia en el estado. Las autoridades no informan si hay o no avances. “O son cómplices o son idiotas”, agrega el investigador.

Sinaloa es la cuna del narcotráfico en México y del cártel que lleva su nombre. Hasta hace poco, Joaquín “El Chapo” Guzmán lo dirigía, pero desde su arresto el año pasado y, sobre todo, desde su extradición a Estados Unidos en enero, el estado se ha convertido en un terreno minado de luchas internas lideradas por jóvenes -mucho más violentos que los antiguos capos- que quieren asumir el control de la organización y de grupos de fuera que disputan el territorio.

En este estado del noroeste de México, a nadie extraña que a diario aparezcan cadáveres. Es normal que los capos muertos tengan más lujos en sus mausoleos que la gran mayoría de los vivos en sus casas. También se ha vuelto común asumir que la palabra “calma” sea sinónimo de que un solo grupo controla este territorio clave en el cultivo y en el trasiego de droga hacia el norte.

Y aunque Valdez era consciente de los riesgos que implicaba su trabajo, Ismael Bojórquez —también fundador de Ríodoce y actual director del semanario— no puede evitar cierto sentimiento de culpa por la muerte de su amigo.

A su juicio, dos errores pudieron costarle la vida. El primero, algo que nunca habían hecho: publicar una entrevista en febrero con un capo —Dámaso López, “El Licenciado”— que aparentemente molestó a sus ahora enemigos —los hijos de “El Chapo”— y provocó que hombres armados requisaran los ejemplares de esa edición del semanario tan pronto llegaban a los puntos de venta.

El segundo error, no forzar a Valdez a salir del país para intentar protegerlo después del decomiso de otro semanario que publicó la misma historia.

El crimen marcó un punto de inflexión en la violencia contra la prensa en México debido al gran reconocimiento de Valdez dentro y fuera del país.

Todos conocían su honestidad y compromiso, pero su nombre alcanzó prestigio internacional desde que dejó Noroeste en 2003 para lanzarse con Bojórquez y otros cuatro reporteros a un proyecto romántico y poco rentable: fundar Ríodoce, cuyas acciones se vendían a mil pesos (unos 50 dólares).

El crimen organizado estuvo presente desde el principio. “Era imposible hacer periodismo sin tocar el tema del narco”, asegura Bojórquez, de 60 años. Al principio, los ejemplares se regalaban en las esquinas, porque nadie los compraba. Un día dedicaron una portada a un capo y fue el primer número que se agotó.

Con el tiempo crecieron las ventas y la publicidad. Ríodoce ganó prestigio por sus coberturas. Sus periodistas lo veían como un lugar para investigar con libertad y el público como un periódico donde se podía leer lo que otros no se atrevían a contar.

Ocho años después de su nacimiento recibió uno de los galardones más prestigiosos para la prensa de América Latina, el María Moors Cabot. El mismo año Valdez recogía el Premio Internacional a la Libertad de Expresión del CPJ.

Javier Valdez nunca ocultó su miedo. Sin embargo, su postura ante la vida era clara “Morir -dijo entonces- sería dejar de escribir”.