Por Belen Martínez Cabello

Conocí a Papo hace más de 30 años, cuando ambos, muy jóvenes, coincidimos en los medios de comunicación. 

El, cómo director de la revista Te Ve Guía, que había sido mi primera escuela, y yo, como jefa de redacción en Vea.

Entiéndase que a partir de ese momento, nos volvimos competidores. Y lo que semanalmente se libraba entre esas dos publicaciones era una batalla campal. 

Los viernes nos mataba la ansiedad hasta que por fin lográbamos conseguir un ejemplar de la revista de la competencia para ver quién le había dado el palo a quién. Y cuando nos aventajaban, había que estar preparado para el velloneo.

Sin embargo, fuera de ese ambiente laboral, Papo y yo fuimos amigos. Viajamos juntos en son de trabajo muchas veces, cubriendo cada cual para su medio. No era una época de celulares ni de grandes avances tecnológicos. 

Cuando al fotógrafo de Vea se le acababan los rollos de películas, Papo le decía al suyo, Luis Ruiz, que le regalara uno. Y viceversa. Éramos competidores, pero primero que todo, amigos.

Papo era un tipo muy chistoso. Le encantaba el vacilón. Al extremo de que era Papo, no Ramón Luis para sus amigos, entre los que yo me contaba. 

Por esas cosas de la vida, cubríamos a los artistas más importantes del momento, particularmente a la "Vedette de América", Iris Chacón.

Recuerdo que en una ocasión, Iris y Junno compraron una lancha e invitaron a un grupo de periodistas y colaboradores a un pasadía en Palomino. 

Todo fluyo de maravilla y de allí salimos con montones de rollos de fotografías e historias como para varias ediciones de las revistas. Y todo iba muy bien, hasta que llegó el momento de abordar la lancha para regresar a Fajardo.

Por mala pata, cuando yo iba subiendo, resbalé y para no caerme me agarre de lo primero que encontré. Si, las escasas nalgas de Papo. Se podrán imaginar que fui la comidilla y el hazme reír de todos mis compañeros, liderados por Papo.

Pasarían más de 20 años y cada vez que nos veíamos Papo me presentaba, en alta voz y delante de quien fuera, preguntaba si había dejado esa costumbre de estar agarrándolo por los glúteos. Definitivamente, había que amar a Papo.

Una vez peleé con él. En su revista publicó una nota en la sección de "Pique y Azucar" que daba cuenta de una periodista que había sido sorprendida entrando a la casa de una santera en Puerto Nuevo. Y todas las señas coincidían conmigo. Yo convulsé literalmente. Decía la nota que una periodista trigueña, muy guapa, había entrado vestida de blanco a una casa en Puerto Nuevo para que una bruja le leyera las cartas. ¡Yo me indigné pensando en lo que dirían en mi iglesia el domingo siguiente! 

¿Cómo era posible que escribieran algo como eso. Lo llame y lo confronté. Luego, le envié un arreglo de rosas blancas, tal como él decía que era el color de mi ropa aquel día, en que supuestamente fui a una consulta espiritual.

Resulta que la hija de la señora, que en efecto, era una médium, era una amiga de la universidad y yo ni sabía a qué se dedicaba. Eventualmente, dirimimos las diferencias en el bar de Chano, por supuesto, en su amado Puerto Nuevo.

A Papo le encantaba la vida. Se vacilaba hasta a él mismo. Sin tener pinta de galán de novelas, era el conquistador por excelencia.“Es que yo tengo lo mío”, me decía cuando salía el tema. Y ciertamente que lo tenía. Era caballeroso, gentil hasta la médula.

También coincidamos por un tiempo en programas de televisión como “Anda Pal Cara” y luego en “Dando Candela”, espacios en los que colaboré por invitación de la amiga Soraya Sánchez.

Son tiempos que tristemente no volverán, pero nos quedan sus anécdotas, sus chistes y sus maldades.

Ni aun atravesando los momentos más duros de su enfermedad lo vi amargado. Nunca escuché de su boca ese “¿por qué a mí?”.

Dice una canción de Alberto Cortés que cuando un amigo se va deja un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo. Así pasa con Papo. Descansa en querido amigo.