Martes 24 de julio de 2018. La hora aproximada... 5:00 de la tarde. Puerto Rico veía nuevamente como nuestros tenismesistas batallaban de tú a tú con lo mejor de Centroamérica. Venían de días intensos de competencia, jornadas de 12 horas sin descanso.

Luego de obtener medallas en dobles, dobles mixtos y por equipo las miradas del 100 por 35 estaban puestas en Adriana Díaz.

La rival, una veterana jugadora, Paulina Medina. Estaba en su casa y contaba con el apoyo de un corrillo que no cesaba de gritar ¡se puede!

Previo a ese partido, la utuadeña nos había subido la presión en una semifinal que se fue al máximo de siete juegos ante otra jugadora de experiencia, la mexicana Yadira Silva.

El rostro de Adriana reflejaba la carga de juego de 14 días consecutivos sin parar. Había perdido color en su rostro, sus hombros estaban caídos, arrastraba sus pies y su mirada asesina parecía perdida. Había caído atrás en el juego y en ese último parcial decisivo no le quedaba de otra que sacar todo su arsenal y la fuerza que solo el ñame, la yuca y la yautía le daba al jíbaro de las montañas de Utuado.

Su padre y entrenador, Bladimir Díaz, sabía lo que atravesaba su hija y pupila. Colocó tiernamente sus dos manos en el rostro de Adriana y por segundos no dijo una palabra. La miró con dulzura, pero con firmeza. De sus labios pude leer... “sé que estás agotada… sé que puedes... sabes lo que tienes que hacer”. Adriana alzó la vista y pareció ver no al padre, sí al maestro, al entrenador, a su hermana, quien había sido eliminada previamente tras una dura batalla en cuartos de final, y a sus compañeros de equipo.

Era enorme el peso... un equipo, un pueblo y un país pesaban sobre sus hombros. Adriana me hizo recordar los dramas que nos hicieron vivir Wilfredo Gómez y Tito Trinidad en sus combates más fieros. Esos momentos donde caían y se levantaban a duras penas para luego imponer su clase.

Adriana retomó y ganó ese partido y en segundos se desplomó en el suelo. Con la toalla sobre su rostro su pecho saltaba en llanto. Por segundos permaneció allí hasta que su padre la levantó. La mesa estaba servida y el oro era la meta. Y regresamos a la final.

Adriana, mucho más recuperada, había tomado ventaja temprano, pero la experimentada colombiana remontó y la puso en aprietos.

El cansancio se asomaba nuevamente en el rostro de nuestra joven de 17 años. Con el sexto set a punto de mate, las rivales intercambiaron metralla, empates, ventajas más empates y nuestra presión alcanzaba el más alto nivel. Adriana servía, jugaba desde adentro, desde afuera, entraba y salía salvando pelotas de forma que dejaban atónitos a todos incluyendo su rival.

Fue entonces que pude observar el regreso de la mirada asesina de la “Matrix de la montaña”. En el estudio de Telemundo solo había silencio y fue cuando murmuré... se acabó. Y así fue.

Llegó el oro en una gran victoria para una atleta de futuro ilimitado, para una familia de valores incalculables, para un Utuado devastado por la naturaleza, para un país sin norte y perdido en las aguas del gran Caribe.

El oro de Adriana es mucho más que un triunfo deportivo o un logro personal. Es el fruto del trabajo, la fe, la confianza y el espíritu de lo que somos como gente y que no nos atrevemos a dejar salir. Adriana descubrió su espíritu. Y nosotros, ¿qué esperamos? Todos de una forma u otra llevamos el “oro” por dentro. Todos tenemos la capacidad y la fortaleza para seguir adelante y levantar nuestro Puerto Rico. Nuestros atletas son un reflejo de nuestra naturaleza oculta, porque no solo es Adriana, todos y cada uno de los integrantes de nuestra delegación llevan consigo un espíritu de oro.

Así nos preparamos para recibir a nuestros tenismesistas a su llegada a la Isla. Se paralizarán las calles y en la “Ciudad del Viví” no se dormirá. Que el espíritu de oro de los Culson, los Puig y los “Come back Kids” arrope la Isla e ilumine con su brillo un mejor futuro sacando la cría y el corazón del boricua.