La llamada llegó cerca de las 8:00 de la noche del domingo. Me explicaron que en más o menos seis horas tenía que estar en el aeropuerto para viajar a Orlando.

Sin mucho tiempo para pensar, había que preparar un bulto, los materiales para la cobertura e intentar dormir por lo menos dos horas, antes de comenzar a trabajar. 

Conciliar el sueño fue imposible. Salí a las 4:10 a.m. del aeropuerto Luis Muñoz Marín.  A las 7:00 de la mañana, pisando suelo floridano, comenzó el reto de buscar sobrevivientes del tiroteo para entrevistarlos y también conversar con familiares de las víctimas fatales.

No fue fácil.

Ir a cubrir un evento en el que un desalmado lleno de odio mató a 49 personas ha sido una de las experiencias más difíciles vividas como periodista.

Aunque muchos reporteros anhelaban estar ahí, en la acción, conocer los detalles de primera mano, ser testigo de los hechos que marcan la historia y hasta  ver cosas que no  se pueden publicar, como ser humano el espíritu sufre, se drena… Te duele cada una de las historias que escuchas,  lloras y lloras y tratas de dejar esa carga con cada letra que  tecleas, con cada oración que formas, pero esta se resiste a abandonar tu cabeza y sigues sufriendo. Te conviertes en familia, sobre todo cuando escuchas el acento boricua y entiendes la conexión de este acto de cobardía con todos nosotros.

Poco después de las  7:00 de la mañana del lunes llegamos al área de la matanza para encontrarla bloqueada por decenas de policías. Casi no había gente en la calle. Parecía que ese fenómeno del “averiguao” no existía allí.

El Sol castigaba sin piedad y antes del mediodía la temperatura sobrepasaba los 90 grados (ese día alcanzó los 95).

Era muy poco lo que se podía ver y pensé ¿qué hacemos ahora? ¿Dónde están los familiares? ¿Dónde están los sobrevivientes? ¿Cómo documentamos lo que pasó para que el pueblo puertorriqueño entienda que fuimos atacados cruelmente y que la distancia no nos hace ajenos, pues nos une la sangre con los muertos y con los que sufren?

Para llegar hasta el hospital donde se encontraban los heridos, había que caminar varias cuadras. Por suerte, una boricua nos dio "pon" hasta el Centro Médico. Ella buscaba a dos de sus amigos. Ambos fallecieron en la discoteca. Prefirió no hablar.

A las afueras del hospital decenas de periodistas merodeaban y cada persona que salía de edificio con "pinta de latino" era  rodeado por los reporteros.

Nuestro primer testimonio vino de un chico que había perdido tres amigos en el club. Tan pronto empezó a hablar comenzó a llorar y fue inevitable no llorar con él. 

Luego, intentar conseguir una reacción de los familiares que apenas conocían que su ser querido había muerto fue una tarea incómoda, pero había que hacerla. Había que preguntarle a esa persona ahogada en llanto a quién había perdido en el horrendo crimen de odio y en medio del dolor procurar sacarle la mayor información.

El que todos hablaran español hacía más nuestro, más cercano, más doloroso cada momento. Jamás se podrá comparar la muerte de un desconocido con la muerte de un familiar, pero en este espantoso acontecimiento todos éramos familia.

De repente las nacionalidades, las razas, los colores,  las creencias, las preferencias, todo lo que nos separa se fundió en un caldero de solidaridad impresionante. 

Las filas para donar sangre para los heridos eran kilométricas. Había blancos, latinos, negros, homosexuales y heterosexuales. Todos unidos en solidaridad con las víctimas.

Analizar que se trataba de un gesto de amor hacia los puertorriqueños era el bálsamo que se necesitaba en ese momento. La ciudad de Orlando se unió por nosotros. 

A diferencia de lo que pasaba en Puerto Rico, decenas de pastores cristianos ofrecieron conferencias de prensa, no para juzgar, si no para dar su apoyo, su solidaridad y para denunciar el horrendo crimen de odio.

Un pastor pentecostal, con la bandera puertorriqueña en mano frente al altar improvisado en la avenida Orange (escenario del crimen) condenó cualquier censura a las víctimas pues a su entender "la misericordia de Dios" no actúa de esa manera y su Dios no "castigaba" así.

Ver la reacción a nivel mundial en las pantallas de los televisores a lo largo de la ciudad era un gran aliento. Aparecían 10,000 en Londres, miles más en Nueva York, otros cientos en California... Lloraban por la comunidad LGBTT y lloraban por Puerto Rico.     A pesar de ser el escenario de uno de los peores crímenes de odio de la historia, Orlando se convirtió en una gran pizarra de mensajes de apoyo, de amor, de la comunidad LGBTT, de banderas boricuas. Existían una sola comunidad.

A nuestro regreso a Puerto Rico en la noche del miércoles, ya casi jueves, fue muy triste percibir que el luto que se vivía en Orlando por los nuestros no se había extendido a la casa de las víctimas.

Esos jóvenes nacieron aquí, corrieron por nuestras calles, fueron a nuestras escuelas, eran nuestros vecinos, nuestros hermanos, nuestra sangre, pero quizás la crisis económica nos robó solidaridad.

Por eso quizás los familiares de los muertos, allá en Orlando, no vieron de inmediato ninguna figura de la política puertorriqueña, ni líderes religiosos locales que los apoyaran en los momentos más difíciles del duelo. La única persona a la que los familiares de los puertorriqueños pudieron identificar en la zona fue al activista Pedro Julio Serrano.  En Orlando, la comunidad LGBT se unió más. En Puerto Rico comenzaron los ataques a la figura del  activista.  La solidaridad pasó a un segundo plano y las redes sociales se llenaron de mensajes de odio.

Sí fue difícil escuchar, ver y sentir el sufrimiento de esa madre que perdió a su querido hijo y del joven que nunca más compartirá con sus amigos de jangueo,  igual de difícil fue ver insensibles respuestas locales al acto que tocó a nuestras puertas y destruyó parte de nuestra casa.