Isabela. Le cayó un enorme misil a su lado, pero afortunadamente no explotó. 

Era junio de 1944 durante la invasión de Estados Unidos a Francia en la Segunda Guerra Mundial. Ese día Reinaldo Cantisani volvió a nacer en la playa Omaha en Normandía. A pesar de que la muerte lo persiguió en más de una ocasión, y llegó a ser hasta prisionero de guerra, no se rindió nunca.  

Hoy, asegura que los cien años de edad que cumplió el pasado 2 de abril, no son nada comparado con las aventuras que ha vivido en su longeva vida, a la que se entregó en cuerpo y alma para agradecer tantas oportunidades de ser feliz.

Este caborrojeño, descendiente de inmigrantes italianos registrados en las listas de Ellis Island en Nueva York, mantiene vivo el recuerdo de sus andanzas desde joven, como viajero, empresario, soldado, marino mercante, esposo y padre de Rebecca Cantisani, quien se dedica de lleno a su cuidado en el pueblo de Isabela. 

A sus pies, Lucky, su perro y amigo fiel, descansa durante las horas de siesta, pues con un siglo encima, el sillón de la sala llama para continuar soñando aventuras. 

Entretanto, Rebeca reúne fotos, memorias y escritos de su padre.  

“A él le encantaba escribir, pero ahora por la glaucoma, no ve”, expresó su hija, quien compartió con Primera Hora uno de los relatos escritos de este veterano cuando por poco pierde la vida en la guerra a manos del enemigo. 

“Mi división fue la 29 de infantería. Nuestro punto de aterrizaje fue Omaha Beach. Muchas vidas se perdieron en este intento de invadir a Francia. Había muchas minas submarinas que explotaron y hundieron muchas de las lanchas de desembarco que eran barcazas. Los soldados que se encontraban en las barcazas cuando la lancha chocaba con una mina, fueron volados en el aire, mientras la barcaza se hundía en el océano”, se desprende de un recuerdo plasmado por su puño y letra.

“… Ese día en particular (12 de junio del 1944)  fuimos  atacados por los alemanes en lo que parecía ser tierras de cultivo… De repente, una ametralladora alemana me hirió con una ráfaga de cinco balas… fingí estar muerto para que no continuaran disparándome”, continuó. 

“…De repente, a través de los setos donde yo estaba acostado, como a tres pies de distancia de mí,  cayó uno de los proyectiles, pero afortunadamente el proyectil  no explotó. A estos proyectiles se les llaman  105’s.  Cuando estas potentes bombas explotan hacen un agujero de cinco o seis pies de profundidad y diez pies de ancho.  Pero nuestro poderoso Dios no permitió que la que cayó cerca de mi explotara”.

Don Reinaldo recordó en entrevista con este medio aquel día como si fuera ayer. Dijo recordar que el misil medía como 15 pulgadas de largo y diez de diámetro.

Expresó con voz fugaz y ojos llorosos “entre los muchos que había, cayó al lado mío, pero ese no explotó. Entonces dije entre mí en voz alta –Hoy Dios no quiere que yo muera y me voy a levantar. Al levantarme ande unos cuantos pasos y ahí fue que me saltaron al lado dos alemanes y ahí me capturaron”, relató el veterano, que sobrevivió a su captura, siendo liberado casualmente días más tarde. 

Según las memorias escritas de Cantisani, un joven paramédico alemán le dio los primeros auxilios. Poco después, lo pusieron en uno de los camiones del ejército con algunos franceses que estaban combatiendo en el ejército alemán. 

“Los franceses, muy bondadosamente, me dieron café caliente de sus cantinas pues yo estaba temblando. Hacía mucho frío,  estaba muy débil y conmocionado por las heridas. Mientras los franceses me daban café, un oficial de las tropas S.S. – que usaban un traje como de muerte con una insignia de calavera en sus gorras- paso por allí  y los saludó. Los franceses me cubrieron con mantas para que las tropas S.S. no me vieran. Si este funcionario me hubiera visto en ese camión del ejército con los franceses, probablemente me hubiera fusilado”, cuenta en su relato.

Días más tarde ingresó en el 99th, hospital general del ejército en Inglaterra, donde permaneció por nueve meses, antes de regresar a su casa el 12 de octubre del 1945.

De regreso a Nueva York, se casó con Angélica López, una mujer natural de Las Marías, con quien procreó a su hija Rebeca. 

Allá incursionaron como empresarios de la industria de fábricas, pero al tiempo se rindió al llamado de la marina mercante, donde cumplió 127 viajes en 37 embarcaciones diferentes alrededor del mundo. 

Su esposa Angélica falleció hace cinco años, padeciendo de la enfermedad de Alzheimer. Hoy su más cercana compañía, además de su hija Rebeca es su perro Lucky, que como la suerte, siempre le acompaña.

Asegura que los cien años de edad que cumplió el pasado 2 de abril, no son nada comparado con las aventuras que ha vivido en su longeva vida,