“¡Pica… pica… pica!”.

“Pica” no es otra cosa  que apostar, que  colocar el vellón o el pesito en el tablero del tradicional juego de caballitos de madera que se  accionan  con una  manivela en esos  pequeños hipódromos  que han estado recorriendo todo Puerto Rico, presumiblemente desde 1927.

La primera pica, según el ex piquero y artesano de caballos de picas don Roberto Maldonado, arribó desde California a Puerto Rico ese año y debutó en Cataño. 

Eso es lo que dice la tradición oral, la que también cuenta que  en Estados Unidos habían prohibido las picas  y por  esa razón es que  llegan aquí y rápidamente se convierten en un juego de indiscutible sabor boricua.

Un velo de misterio ha rodeado siempre  al pequeño hipódromo de caballitos de  madera,  con idénticos jinetes de cabello oscuro, patillas y cuerpo inclinado sobre la bestia.

 Resulta fascinante valorar versiones  sobre  la prohibición de los  juegos de azar en Estados Unidos hasta  la Gran Depresión, que hizo relajar a partir de 1929  aquella   moral victoriana que habría  llevado a la  oscura clandestinidad  todo tipo de apuestas. ¿También las picas?

“Cuando llegaron las picas a los pueblos de Puerto Rico, la acogida fue tremenda. Era una fiesta… Llegaban principalmente  de Chicago y muchos alegaban que Al Capone -el famoso gángster de los años 20 y 30- tenía algo que ver con ellas porque  la mafia  controlaba los hipódromos en Estados Unidos y otros juegos de azar”, dice Maldonado, quien hoy  es uno de uno  artesanos  de picas más famosos de  Puerto Rico, porque  recrea los caballitos  como eran en su origen:  sin los refinamientos que muchos les añaden hoy.

“Los caballos tienen que tener cierta rusticidad. Si no, no es caballo de pica”, insiste Maldonado, quien a los 16 años comenzó a trabajar con un señor “de apellido Haddock” que recorría el País arreglándoles “las patitas” a los caballos desgastados.

Para  principios de los años 60, las picas eran la atracción principal de las Fiestas Patronales.  Los caballos eran más grandes, de unas 16 pulgadas de largo, y el  peso hacía que el mecanismo de la pica se dañara con más frecuencia.

Ser piquero -Maldonado se convirtió en uno de joven- suponía visitar los  78 pueblos. “Dormíamos hasta en los tableros de la pica”, dice el  artesano, quien logró tener  una guagua con colchón  y baño para hacer más llevaderas las estadías.

Él tenía una sola pica;  había acaparadores, “gente que tenía muchas picas y muchos empleados”.

Con su piquita, don Roberto echaría “hacía adelante” a su familia. Se alimentó y los alimentó con ella.

En los pueblos,  piqueros y picas  fueron siempre observados con  cuidado y suspicacia; como si se trataran de unos  nómadas a desconfiar.

Se creía  que hacían  trampa en el  juego, pero Maldonado asegura que a los que había que velar -celosamente- era a los jugadores. Estos a veces cambiaban de lugar el dinero apostado, para colocarlo en el número del caballo que ganaba.

“Hay gente que me llama y que me  pide ‘el truco’ de la pica. Pero,  realmente no hay truco”,  dice  don Roberto.

El ex piquero también sospechaba de todos. Por eso es que en cada pica se observa a  cuatro empleados; uno que mueve la manivela y tres que les pegan el ojo a los clientes.

El dueño, apunta Maldonado, solía velar también a sus propios empleados: algunos se colocaban los velloncitos de diez detrás de la oreja y se los llevaban.

Pese  a su éxito a partir de los  años 50, las picas se jugaban en toda la Isla menos en San Juan porque la   alcaldesa  Felisa Rincón no las quería. “Ella decía que la   gente botaba mucho dinero en juego”, recuerda don Roberto.

La actual alcaldesa Carmen Yulín Cruz tampoco las quiere.

Durante el “boom” de las picas, un piquero se podía llevar para la casa, en una noche, entre  $500 y $600, una buena suma de dinero para los 60.

¿Por qué don Roberto dejó la pica?

Las Fiestas Patronales, que por décadas fueron un punto de encuentro de las familias boricuas,  con el tiempo dejaron de serlo. 

Don Roberto decidió “quitarse” del negocio hace 20 años. Lo hizo  luego de  un incidente en que dos jugadores le reclamaron que el caballo al que ellos habían apostado era el ganador de una carrera.  “Roberto, chequéate esto”, le dijeron los empleados y él determinó que el  ganador era  el 22. 

El perdedor se enfureció. Colocó una mano en el bolsillo del pantalón  y como si tuviera escondido un  cuchillo, insistió en que su caballo era el vencedor. 

“Brincó y me dijo, ‘me tiene que pagar’... Yo opté por pagarle a los dos... Sabía que era lo mejor para salir de la  situación, pero luego me dije ‘no juego más’”. Ahí terminó el oficio.

Don Roberto, desde entonces, se dedica a reparar picas y a tallar caballitos. También vende algunos caballos antiguos.

Los caballitos de  picas los elabora con maderas puertorriqueñas, y como corresponde: de tres piezas. Una, el jinete; dos, la sección de las patas  y la  tercera, el pedazo de la cola. La pintura -advierte- debe ser de tonos claros, porque así eran las figuras originales, para que  se vieran en la semioscuridad.

Don Roberto también ha vendido picas originales, de  la famosa compañía de juegos de azar de Chicago H.C. Evans. Una de esas  picas la vendió en $8 mil.

Las picas que continúan su carrera hípica  usan piezas antiguas.

Don Roberto lamentó que se estén desmantelando picas para quedarse con los caballitos, para venderlos entre $250 y $300 cada uno. Dijo  que eso  acabará con la tradición.

Los caballitos recién tallados son la artesanía de moda en Puerto Rico y quienes más los compran son las mujeres. Los clientes los piden con su número favorito y hasta con las iniciales de quien va a recibir el regalo.