Tres árboles cargados de higüeras al frente de la casa son muestra de que el doctor Francisco Joglar Pesquera es un apasionado del campo, de la flora autóctona que crece tierra adentro en Puerto Rico.

“Paco”, como lo llaman de cariño, es un hombre sencillo, reservado y tímido, aunque lleva la música por dentro. “Soy un músico frustrado... Cuando yo era pequeño, yo quería ser músico. Toda mi vida esa fue la ilusión. Mi ídolo era Cortijo y su Combo”, confiesa el secretario designado de Salud en una entrevista en su residencia en Bayamón, donde un piano, unas congas y un timbal atestiguan su gusto por la música.

El internista y nefrólogo, de la cepa de los Pesquera –del corazón de Bayamón–, se crió en la calle Betances y en la urbanización Hermanas Dávila. Allí compartió sus años mozos con su pariente, también médico, Héctor “Towi” Pesquera Sevillano, a quien le une la afición por la música.

“‘Towi’ tocaba piano y yo, timbal. De muchachitos nos juntábamos para tocar. La aspiración de nosotros era tener un combo de verdad. El grupo se llamaba Paco y su Combo...”, dice a carcajadas. “Cuando veas a Towi, pregúntale si es verdad o no. El cantante también era de Hermanas Dávila”, cuenta el nefrólogo.

Su vocación por la medicina vino más tarde, pero estaba latente. Estaba la semilla. “Mi tía y mi mamá fueron las que más la elaboraron para que yo siguiera la carrera”, dice, para agregar que su padre, Francisco, siempre quiso ser médico, pero la estrechez económica y otras circunstancias se lo impidieron, por lo que era tecnólogo médico. Su madre, Elsa, era maestra y después de que murió su esposo, se hizo tecnóloga médica.

Cuando estaba en quinto grado, Joglar Pesquera tuvo que afrontar una de las situaciones más difíciles en su vida. “La pérdida de mi papá me marcó... Mi papá muere en un accidente. Yo me estaba quedando en casa de mi abuela y estaba durmiendo cuando la oigo gritar y una de las señoras dijo: ‘Ay, bendito, se quedó huérfano...’. Al día de hoy, yo no me olvido de esas palabras”, narra.

Estudió en el Colegio Santa Rosa y, ese mismo año que murió su padre, lo cambiaron a la Academia San José. La escuela superior la hizo interno en el Colegio San Antonio Abad, en Humacao.

“No era el mejor estudiante en términos de conducta y me decían que me iban a arreglar los monjes benedictinos. En aquella época, uno pasaba dos semanas en la escuela y venía un fin de semana a la casa”, dice.

“Tengo que agracederle a esa escuela que desarrollé unos hábitos de estudios y una disciplina que no tenía. Aprendí unos valores morales que quizá no estaban tan fuertemente arraigados como están ahora”, sostiene el galeno.

A insistencias de su tía de que tenía que aprender inglés, fue a estudiar el bachillerato a Saint Mary’s College, en Maryland. Fue otro cambio tan fuerte que, en el primer año, le escribió una carta a su mamá diciéndole que quería regresar a Puerto Rico. “Son choques culturales. No había puertorriqueños. Me acuerdo que había un cubano que me lo asignaron de big brother”, recuerda.

Cuando terminó el bachillerato en biología, regresó corriendo al terruño, y lo aceptaron en la Escuela de Medicina del Recinto de Ciencias Médicas. “Me gradué de médico en 1973”, dice.

Fueron en esos años en los que conoció a quien sería su esposa, Olga Billoch Picó, quien es cardióloga pediátrica. “Caímos en el mismo grupo de anatomía y nos tocó examinar el mismo cadáver. Ahí nos conocimos y de ahí fue que nació la relación, muy poco romántica por cierto”, cuenta con una risotada.

Tienen cuatro hijos: Francisco, Javier, Olga y Manuel.

El doctor Joglar Pesquera estaba retirado de la práctica médica cuando lo reclutó el gobernador Alejandro García Padilla. “ Hacía algunos trabajos, en el área de consultoría. La mayor parte del tiempo se lo dedicaba a la familia y a servir de chofer de los nietos”, afirma el médico. Dice que su mejor amiga es Olga.

Admiraba a su abuelo paterno, Francisco, quien dice que es la persona más honrada que ha conocido. Era agricultor y cuenta que, cuando era niño, visitaba su finca en el barrio Dajao. “Yo siempre llegaba mareao allá porque en los años 50 lo que había era un camino. Él dejaba el carro en un sitio y venían a buscarnos en caballo porque había que cruzar un riachuelo”, rememora.

En términos de integridad y de amor, admira a su madre. “Mi mamá es usted y tenga, la persona de mayor significado en mi vida”, afirma. A su progenitora, que cumple 90 años en junio, la lleva tres veces a la semana, temprano en la mañana, a hacer acuaeróbicos.

Aunque le gusta todo tipo de música, sigue siendo salsero. “Aquí la salsa gorda no falta porque después de Cortijo vino El Gran Combo”, acota. No se perdió el concierto de los 50 años de “los Mulatos del Sabor”. “Fui con mis hijos . El mayor vino de Virginia”, sostiene.

También le somete al baile, pero dice que la experta es su hija, que es maestra de baile. “Nunca he podido bailar tango, y me gusta. Uno aprende mirando, pero no hay forma...”, revela.

También era fanático del “Sonero Mayor”, Ismael Rivera. “Cuando lo metieron preso, fue como si me hubieran quitado lo más grande, se me cayó del pedestal”, dice. Andy Montañez fue otro de sus favoritos, así como Daniel Santos, Bobby Capó y los boleros cortavenas de Gilberto Monroig.

Su canción favorita es El cuarto de Tula, interpretada por el grupo cubano Buena Vista Social Club. “Cada vez que hay una reunión familiar, especialmente en Navidad, me toca a mí cantar El cuarto de Tula. Se ha convertido en el tema oficial de las reuniones familiares”, dice riendo.

Cante un pedacito...

Noooo... (ríe). Creo que he hablado aquí más de lo que debí haber hablado.

Es para ponerle un final a la entrevista...

“El cuarto de Tula se encendió en candela, se quedó dormida y no, no apagó la vela...”.