A sus 69 años, Rosa Cruz Echevarría, perdió su casita y todo lo que, con mucho sacrificio, llegó a guardar en ella.

Desde el embate del huracán María, la mujer -paciente de diálisis- permanece refugiada en la casa de uno de sus hijos, cerca del que fue su hogar, en el sector Salomón Rondón, en Guaynabo. La estructura, en la que originalmente vivía solo uno de sus vástagos, sirve ahora de albergue a nueve integrantes de la familia.

Dos de los miembros del núcleo familiar -incluyendo a Rosa- perdieron todas sus pertenencias como consecuencia del ciclón. Entre los nueve inquilinos se repartieron, no solo las habitaciones y los colchones ubicados en la sala, sino las responsabilidades del hogar.

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Mientras los adultos trabajan, las adolescentes permanecen en el hogar asistiendo a la matriarca. Una de las muchachas es la autoproclamada cocinera de la casa. 

“Es muy importante ese apoyo que ellos me han dado. Al yo perder mi casa, te imaginarás cómo estoy. Perdí lo poco que tenía”, expresó Rosa, sentada en una silla de ruedas en el balcón de la vivienda.

El caso de Rosa es uno de los muchos que se mantienen fuera del radar del Gobierno: ciudadanos que perdieron su hogar, pero nunca pisaron un refugio oficial. Para todos los efectos oficiales, estos refugiados no existen.

En San Juan, las historias se replican. Los vientos y los aguaceros de María provocaron destrozos en la casa en la que vivían Nashaly Casillas y Juan R. Ortiz en la barriada Playita. Solo pudieron rescatar unas pocas piezas de ropa de su hija de 1 año.

Sin pensarlo dos veces, Cynthia Acevedo, madre de Nashaly, abrió las puertas de su hogar al trío. “Jamás voy a dudar. Esa es mi hija. Les daré la mano hasta que puedan levantarse”, afirmó la mujer, quien también lidia con sus propias pérdidas.

El segundo piso de la vivienda, que alberga a cinco personas, se inundó. Los juegos de cuarto, aparatos electrónicos y ropa, entre otras cosas, sufrieron daños. En el primer piso, justo en la sala, se acomodaron dos camas pequeñas para Nashaly, Juan y su pequeña.

Sobre cómo hacen para alimentarse, Cynthia respondió que “como se pueda. Con la ayuda de la gente. Resolviendo aquí y allá”.

“Lo que tenía guardadito se sacó para comprar, pero ya se acabó todo”, lamentó.

Su vecina, Elizabeth Rodríguez, también quedó si nada. Algunas de las paredes de su vivienda de madera -que también perdió el techo- colapsaron. La mujer está alojada en una casa aún en construcción que pertenece a su hijo.

“También le estamos dando albergue a dos primos míos, de 18 y 19 años. Somos cinco personas en la casa que tiene un solo cuarto. Los baños no están terminados, no tenemos baño. Estamos haciendo malabares”, relató.

De no haber contado con la ayuda de su hijo, hubiese terminado en algún refugio de la Capital, afirmó Elizabeth.

“Ha sido fundamental la ayuda de la familia, los vecinos. A pesar de los problemas normales que hay en toda familia, siempre hemos estado ahí para apoyarnos los unos a los otros”, abundó.

Pese a su recurrencia a través de la isla, ni el Departamento de la Familia ni el de Vivienda cuenta con cifras de personas que perdieron su hogar durante el paso de María y optaron por buscar refugio en casas de familiares o vecinos.