Sus historias se entrelazan aún siendo desconocidos pues, gran parte de su vida -los años más fructíferos de cualquier persona-, los han pasado tras barrotes.

Están entre el puñado de reclusos que tienen el triste privilegio  de  ser el hombre y la mujer  que actualmente  mayor estancia han tenido en las cárceles del país. 

Sus ánimos al hablar sobre sus experiencia en prisión suben y bajan como una montaña rusa. En ocasiones denotan esperanza o resignación, en otras entristecen por diversas emociones: temor, frustración, coraje o malestar.

Los días de Ramón Mártir Rodríguez  y Michelle NúñezCruz transcurren  de forma similar en un escenario  cargado de soledad e  incertidumbre. Pero también resaltan esa convivencia fraternal que con el pasar del tiempo se crea con algunos de sus compañeros de celda.

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La historia de Michelle

Ella ha pasado la mitad de sus 49 años tras las rejas por un asesinato de un vecino de su comunidad, en Peñuelas,  que desde que inició su encierro ha proclamado que no cometió.

“Pero ya me queda un año para cumplir la mínima que son 25 años y podré salir, aunque pasé el resto de mi vida bajo supervisión. Me negaron grilletes, me negaron programas de desvío, pero ya no me pueden decir que no”, cuenta quien fue sentenciada a 109 años de cárcel y podrá salir en el 2018 tras cumplir la sentencia mínima mandatoria en su caso.

Michelle tiene planes de irse a Estados Unidos con una hermana que, según dijo, le proveerá domicilio y un empleo seguro. Su pariente, es lo único que tiene. Pues, durante los años que ha estado recluida se divorció y sus padres y único hijo fallecieron. Ese ha sido el golpe más fuerte de estar en prisión.

“Al nene me lo mataron... le hacen un carjacking, él se resiste y me lo matan. Eso es lo que más me duele.  Él me decía: 'mami, si yo fuera millonario te sacaba de aquí'. Él y mis papás siempre creyeron en mi”, destaca ahogada en llanto, quien no desvaneció gracias al apoyo de sus compañeras en la cárcel.

Sobre su estadía tras las rejas -actualmente está en la Cárcel de Rehabilitación de Mujeres de Bayamón- cuenta que al inicio fue tensa y violenta.

Negó que ocurran agresiones sexuales, como han alegado algunas confinadas públicamente. Lo que sí admite es que ocurren peleas, algunas sangrientas como la que tuvo hace 11 años cuando casi pierde la vida de una herida que le hizo otra reclusa en el cuello.

“Pero son cosas que uno aprende con el tiempo. Actualmente estoy en paz y concentrada en salir”, agregó.

En cambio, Michelle quiere aprovechar sus últimos meses en prisión para levantar una voz de alerta pues alega que las condiciones de las presas son bien “injustas” en comparación con las que tienen los hombres.

“No hay equidad. Ahora mismo nosotras no tenemos oportunidades de salir, como la tienen ellos.  Pero hay prejuicios también entre nosotras. A las de mínima custodia no nos escuchan. Las decisiones siempre las toman  las confinadas de máxima seguridad, irónicamente las que peor comportamiento tienen. Así es el sistema. Por eso no hay ánimo de rehabilitación  y hay tanta reincidencia porque premian al que se porta mal”, dijo al añadir que otro problema es que en el área donde están ubicadas  hay puertas de cristal que las dejan visibles hacia oficiales y confinados varones.

“Hasta la comida podrida nos dan a veces. Y no te miento. Mollejas, pollo, chuletas podridas. Eso es bien injusto”, aseveró quien le gustaría expresar su malestar al secretario del Departamento de Corrección y Rehabilitación, Eric Rolón.

La historia de Ramón

Tal vez lo único que tenga en común aquel joven que entró a la cárcel en el 1959 con el anciano que lleva 58 años en el encierro sea sólo el nombre Ramón.

Muchas cosas han cambiado desde que el hombre, natural de San Sebastián, ingresó al presidio a extinguir una cadena perpetua por asesinar a tres hombres vinculados a la supuesta violación sexual de una novia que tenía en el barrio y de la que nunca volvió a saber.

“Por no pensar fui y les quité la vida a los tres individuos...me pasó por falta de capacidad y por estar metido en palos (alcohol) y mírame ahora”, cuenta quien al inicio de su experiencia como reo era medio guapetón, pero poco a poco fue sentando cabeza.

Relata que durante estas casi seis décadas, el periodo “más horrible” lo experimentó en la década del 70 cuando se desataron sangrientas rivalidades entre reos de diversas organizaciones en la cárcel Oso Blanco, en Río Piedras.

“Había que pelear. Esos primeros años fueron difíciles. Si no tiraba pa' lante cogían a uno de mujer y yo nací varón y varón tengo que morir”, dice en referencia a las denunciadas agresiones sexuales entre confinados que se suscitaban para la época.

Dice que fueron múltiples los asesinatos que vio en el presidio pero “había que hacerse el ciego, sordo y mudo” porque eso de ser “chota” no va con él. “Por eso he sobrevivido tanto en la cárcel”, asevera.

Actualmente, “el abuelito”, como le dicen los demás reos con los que comparte en la cárcel Guerrero de Aguadilla, pasa sus días jugando dominó, barajas y charlando con sus compañeros.

Ramón cumplió la sentencia mínima requerida para salir bajo la Junta de Libertad Bajo Palabra, pero sus expectativas sobre esa posibilidad son casi nulas.

Casi todos sus familiares han fallecido. Sólo le queda un hermano al que le ha escrito y llamado, pero nunca ha recibido respuesta.

Así las cosas, el anciano ve difícil reestablecer en la calle una vida social con libertad condicionada pues carece de los recursos que requiere el programa.

“Me pedirán un amigo consejero, carta de empleo y sueldo y una vivienda... y no tengo nada. El casito mío está trancao. Si es de Dios que muera en la cárcel, que así sea”, dice resignado.