El 14 de febrero de 1998 no fue un feliz Día de San Valentín. No hubo chocolates en forma de corazones, ni flores ni regalos con envoltura roja. 

Ese día, mi esposo y yo salíamos de la sala de maternidad de un hospital, pero sin nuestro bebé en las manos. Ese hijo que tanto deseábamos y que habíamos planificado, tras cinco años de matrimonio, no pudo ser. Indudablemente, el momento más oscuro que nos ha tocado vivir como pareja.

Viéndome al borde de una depresión profunda, mi marido decidió ir a una agencia de viajes. Preguntó qué opciones había disponibles para salir lo antes posible y así fue como llegó a casa con los boletos para un crucero por las islas del Caribe.  

El destino no era lo importante, sino alejarnos de todo lo que nos causaba tristeza; tener un tiempo para sobrellevar nuestro luto sin tener que enfrentar preguntas o consuelos que no consuelan. En fin, buscar algo de luz.

Así fue como llegamos al Carnival Fascination, un crucero que tenía como atractivo especial llegar a uno de los puntos donde mejor se vería el eclipse solar del 26 de febrero de 1998. Sorpresas te da la vida…

Mi esposo y yo éramos como dos cucarachas en baile de gallinas, pues todo el que estaba allí iba equipado hasta los dientes para disfrutar al máximo del fenómeno.  

La primera noche en el restaurante todos hablaban de sus expectativas; para muchos era una experiencia que repetirían, todo era emoción en aquella mesa… menos para nosotros dos. Nadie podía creer que no teníamos ni idea de que aquella travesía sería  trascendental.

¡Y llegó el día del eclipse!

El barco paró en algún punto cerca de Aruba. La cubierta estaba repleta de gente con telescopios, cámaras con lentes especiales... cuanto artefacto puede existir para apreciar un evento de ese tipo. Y en medio de tanta excitación, nosotros en la piscina, relax, esperando el momento del que tanto nos habían hablado con las gafitas de cartón que nos regalaron, pero todavía mirando con excepticismo a aquellos fiebrús y dudando de la magnitud del evento.

Empezó el eclipse… y se veía chévere. Iba oscureciendo, pero vamos, nada diferente a un día nublado. Hasta que la Luna tapó el Sol por completo. 

Pasamos de un día soleado y caluroso a una noche estrellada y fría, en cuestión de segundos. Tuvimos que salir corriendo a abrigarnos, mientras los demás (que estaban bien preparados) abrían botellas de champaña, tomaban fotos espectaculares y se abrazaban. Era como una despedida de año mezclada con la sensación del fin del mundo. No exagero.

Roberto y yo también nos abrazamos. Lloramos de emoción. Y dimos gracias al universo por revelar ante nuestros ojos aquella maravillosa metáfora de la vida. 

Esa noche, en la mesa del restaurante, quienes no parábamos de hablar éramos nosotros, todavía eufóricos por el grandioso acontecimiento. Nos sentíamos renovados, llenos de esperanza y felices. 

En diciembre de ese mismo año nació nuestra hija, Andrea,  Porque después de la oscuridad, siempre llega la luz...