Nunca olvidaré el año 2001, después que Denise Quiñones ganó para Puerto Rico  la cuarta  corona de Miss Universe. Junto a una fotoperiodista corrí medio Manhattan en un par de días para cubrir cada paso que nuestra nueva reina daba en La Gran Manzana como parte de sus nuevos compromisos.

Y yo, como parte de mi labor  periodística, le solicité a la Organización de Miss Universe -a decir verdad sin mucha esperanza- que  me concedieran una entrevista con  el director del certamen, Donald Trump. Para mi sorpresa, y con muy corto tiempo de aviso, me dijeron que sí. Fue algo así como: “Mr. Trump te puede atender en media hora”,  y una vez más  tuve que correr  para llegar a tiempo a la cita en el  Trump Tower.

Para ese entonces ya el magnate era reconocido en el mundo de los negocios pero no en el del entretenimiento, como ocurrió unos años más tarde con la serie The Apprentice que lo catapultó a la fama. Tampoco los selfies estaban de moda, por lo que  no capté aquel momento en una foto. Aunque  eso ya no importa porque ahora esa foto habría perdido valor.

Para seguir con el cuento, creo que la entrevista con Mr. Trump es la más corta que he hecho en mi vida; bueno, compite con una que le hice a Miguel Cotto, con la diferencia que el primero me miró y se sonrió más. Pero aunque  la entrevista no duró mucho, sí fue muy reveladora sobre la forma de trabajar del ahora precandidato a la presidencia de los Estados Unidos.

La seguridad del magnate me llevó hasta  el penthouse del edificio, entré al mismo vestíbulo decorado con madera  que después vi en los episodios de The Apprentice -con la secretaria fabulosa incluida- y luego me hicieron pasar a una oficina pequeña. A la distancia podía oír la voz de Donald Trump hablando con otra gente, en otra oficina. Cerraba una puerta y abría otra, como un médico que atiende  pacientes en diferentes cubículos, hasta que llegó mi turno.   Se sentó en el escritorio, sonriente, me dijo tres cosas de Denise y de Puerto Rico, y acto seguido, extendió su mano y se despidió con mucha simpatía. Tan tan.

Si hice dos preguntas fue mucho, pues había  otra gente esperando por el empresario. Lo gracioso es que no me sentí mal, pues el hombre estaba evidentemente ocupado, y parecía haberme colado en su agitada agenda. De hecho, fui la única periodista de la Isla que atendió, así que hasta me consideré privilegiada.

Siempre he contado esa anécdota cuando me preguntan algún momento curioso que he vivido con un famoso durante mis 20 años como periodista de espectáculos. Pero ahora me siento como Ricky Martin cuando se tomó una foto con George Bush y luego  por convicción dejó de mencionar esa frase cuando canta el tema Asignatura pendiente.

Es que la burrada de Mr. Trump  no tiene justificación. Y aunque las reacciones fueron un poco tardías, hay que aplaudir a todos los que han repudiado el racismo que promueve este señor y se lo han hecho sentir donde más le duele: en el bolsillo.

¿Que muchos se han montado en el bote contra Trump para ganar simpatías? Sí, siempre pasa, pero eso es  preferible a tolerar de alguna manera la falta de respeto y el menosprecio o, peor aún, mantenerse al margen por no afectar los intereses económicos. Se supone que la dignidad no tiene precio, pero lamentablemente, parece que para algunas personas sí.

Yo, como no tengo negocios con Mr. Trump, y nunca los tendré, lo único que puedo hacer, como Ricky Martin, es obviar la historia de mi visita al Trump Tower del  repertorio de mis aventuras periodísticas. Pues ya, no lo cuento más.