Llevo varios días pensando en la encrucijada con la que se topan miles de parejas jóvenes: ¿parir o no parir? Sí, en algunas de ellas ese es el dilema - bueno, uno de muchos que enfrentan- en una nueva modernidad social en la que, en cantidad poblacional, vamos mermando. Imagino esa decisión como una bifurcación, uno de esos caminos a los que llamamos cuchillo y que presentan dos opciones a seguir. Algunos están clarísimos en que no quieren tener hijos. Otros, por el contrario, sí lo desean.

Y es que parir - o adoptar - no se trata de traer un muchachito o muchachita al mundo y ya. Es una responsabilidad que conlleva una monumental labor de amor, compromiso, entrega y sacrificio. Ojo, que no se es más por tener hijos y no se es menos por decidir no tenerlos. Para mí, que soy madre de cuatro, mis hijos son una bendición indescriptible. Criar es otro cuento, otros veinte pesos. En esa gestión se deja el alma y el pellejo, intentando que esos seres, una vez llegados al mundo, puedan desarrollarse al máximo potencial y vivir un estado de felicidad. Okey, no hay felicidad completa, pero que en la suma y en la resta lo que predomine sea su bienestar.

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Parir en estos tiempos es muy distinto que parir en los míos. ¿A qué mundo se traen los hijos? Esa es la primera pregunta que azota la mente de las parejas que han pensado procrear. La contestación, lamentablemente, no es muy buena, ni muy bonita. La nueva generación es consciente de que los contras son más contundentes que los pros. El reto es gigantesco. Vivimos un mundo opacado por la guerra, herido por la criminalidad, hincado por la injusticia y expuesto a una pila de enfermedades físicas y mentales. Los buenos somos más, como dicen por ahí, pero sinceramente las acciones de los malos pesan, tienen mayor visibilidad y lastiman más que lo que pueden lograr las nuestras.

A eso se suma una deshidratación económica que nos tiene como pasitas. Enviar un niño o niña a colegio cuesta un dineral, pero no hay escuelas públicas buenas suficientes como para contrarrestar. Los alimentos andan por las nubes, el costo de los servicios médicos ni hablar. A eso añádale el gasto de las utilidades del hogar, el auto, la gasolina, el teléfono y bueno, que para qué les cuento si de sobra lo sabemos.

Las parejas con hijos pujan, literalmente pujan para darle a sus hijos una crianza y educación mejor a la que recibieron. Porque claro, eso es lo que se debe hacer. Deseamos que esa criatura cuya vida ayudamos a construir, tenga mejores oportunidades, que su horizonte sea más amplio y nítido que el nuestro. Pero en esa faena deben privarse de los pequeños lujos a los que tienen derecho… una vacación, un auto nuevo, un mejor techo, porque el dinero no da para tanto y los hijos van primero. O sea, que se sacrificaron estudiando y en el momento en que pensaban disfrutar, no pueden hacerlo. Y se privan por amor, aunque lo cierto es que pesa.

Algunos se sienten culpables porque tienen metido en el cerebro la supuesta responsabilidad de acudir al llamado de procrear. Otros, con igual derecho, se amparan en que no pueden y no quieren, punto y se acabó. ¿Qué nos toca? Pues respetar su decisión. Dejar de pedirles nietas y nietos. Y, sobre todo, entenderles.