Alguien dijo de él que era capaz de tirar al aire las piezas de ajedrez y que, así y todo, estas caerían en el casillero adecuado y le harían ganar la partida. Hasta ese punto llegaba la magia de aquel chico flacucho de Brooklyn que conquistó el mundo con alfiles, damas, reyes, caballos, torres y peones, pero que en la cima de la gloria le dio la espalda a su pasión y eligió un camino que lo llevaría a ser "el hombre que murió dos veces".

Robert James Fischer, más conocido como Bobby Fischer, es para muchos el mejor jugador de ajedrez de todos los tiempos. Nació el 9 de marzo de 1943 en Chicago, la "ciudad del viento", en Illinois, Estados Unidos. Era hijo de una enfermera suiza, Regina Wender, que era inteligente y políglota, y del físico alemán Hans-Gerhard Fischer. Aunque, en realidad, siempre se dijo que el verdadero padre había sido el físico húngaro Paul Nemenyi, dotado de asombrosa inteligencia para la matemática.

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Sea como sea, Hans-Gerhard se separó de su madre cuando él tenía dos años. Pronto se mudaron a un pequeño departamento en Brooklyn. No fue lo que se dice un niño prodigio y prácticamente fue criado por su hermana, Joan. Fue ella justamente la que le trajo el regalo que le cambiaría la vida: un estuche con diversos juegos baratos, que incluía un ajedrez. Con solo seis años aprendió a jugar solo, leyendo las instrucciones que traía el paquete.

A partir de ahí, el ajedrez se convirtió en su obsesión. No hacía otra cosa. Incluso en el colegio se la pasaba jugando con sus piezas y cuando los profesores lo obligaban a guardar el juego, él seguía "moviendo caballos y alfiles" en su cabeza. "Es un caso perdido", decían los maestros. Su madre, preocupada, lo llevó a la consulta de un psiquiatra pero su berretín no varió. Menos con lo que dijo el profesional: "Señora, hay miles de cosas peores con las que se podría obsesionar su hijo".

Una anécdota de aquella época pinta de cuerpo entero a este genio. En un momento, al ver que no podía ir en contra de su obsesión, la madre decide contratarle un profesor de ajedrez. Cuando lo ve, Bobby le pregunta: "¿Usted es campeón del mundo?". El hombre le responde: "No, yo soy profesor". Entonces, Bobby lo mira y le dice: "¿Y cómo me va a enseñar a ser campeón del mundo si usted no lo es?". Esa fue la primera y última clase de ese buen señor.

A los 15 años, se convirtió en el gran maestro más joven de la historia del ajedrez. Cuando tenía 17, su madre lo abandonó, dejándolo solo en el departamento de Brooklyn, entregado totalmente al ajedrez. A pesar de eso, lo que vino después fue una serie de triunfos asombrosos, en los que pulverizó a cuanto campeón, local, estadual o nacional se le cruzara en el camino. El árbitro internacional español Pablo Morán lo describió así: "Como niño prodigio no fue muy brillante; en cambio, como adolescente prodigio no ha tenido parangón en la historia del ajedrez".

Se enfrentaba a docenas de jugadores a la vez, jugaba a ciegas, preveía hasta seis movimientos de sus contrincantes, hacía lo que quería con un tablero de ajedrez de por medio. Luego de un triunfal recorrido internacional, llegó el año clave de su carrera: 1972. Ahí alcanzó el derecho a disputar el Campeonato del Mundo y empezó a convertirse en leyenda.



Debería enfrentar nada menos que a Boris Spassky, un monstruo que tenía detrás de sí toda la historia ajedrecística de la Unión Soviética (desde 1948, todos los campeones y subcampeones del mundo habían sido soviéticos). La Guerra Fría le dio todavía más ambiente a la competencia, que enseguida fue calificada como "La partida del Siglo", honor que conserva hasta hoy.

El ajedrez era una cosa muy seria en la Unión Soviética, con importantes implicaciones políticas, pues sus frecuentes triunfos eran considerados una prueba de la superioridad del régimen; no podían permitirse, en consecuencia, perder el título a manos de un aspirante de los Estados Unidos. Por unos meses la Guerra Fría se trasladó a un tablero de ajedrez, que tuvo como sede Reikiavik, la capital de Islandia, una rocosa y hasta entonces poco conocida isla del Atlántico Norte.

Hubo mil caprichos de Fischer antes de ese juego. Puso en riesgo la realización del match y hasta dio lugar a una súplica telefónica del secretario de Estado Henry de los Estados Unidos Kissinger, que le dijo: "Este es el peor jugador de ajedrez del mundo llamando al mejor jugador de ajedrez del mundo". Este y otros "mimos", junto con una buena cantidad de dólares extras, convencieron a Bobby.

Luego de empezar perdiendo sus dos primeras partidas y de hacer uno y mil reclamos porque, según él, lo molestaban los ruidos de las cámaras que había en el lugar, Fischer se coronó campeón mundial el 1 de septiembre de 1972, con un total de 7 partidas ganadas, 3 perdidas y 11 tablas. Se convirtió así en el único estadounidense en conquistar ese título.

Con un coeficiente intelectual igual que el de Albert Einstein (187), Fischer estaba en la cúspide de su carrera y de su vida. Pero? siempre hay "pincelazos". Su carácter, hosco y paranoico, le jugó una mala pasada y, entonces, tomó la decisión que condicionaría el resto de su vida: al día siguiente anunció que no jugaba más al ajedrez, y salvo juegos menores, cumplió su palabra.

Tres años después, "moriría" por primera: cansadas de sus desaires y su negativa a jugar, las autoridades le quitaron el título y se lo dieron al soviético Ananoli Karpov. Eso lo dejó muerto en vida. Llegó el eclipse y todo lo que hizo después fue meterse en líos: fue detenido en los Estados Unidos al ser confundido con un ladrón por su aspecto descuidado; luego escupió una orden del gobierno de los Estados Unidos que le prohibía jugar en Yugoslavia; jugó en ese país pese a la prohibición; festejó el atentado contra las Torres Gemelas, y fue detenido en 2004 en el aeropuerto de Narita, en Tokio, por usar un pasaporte no válido.

Repudiado por su país de origen, terminó como un refugiado, justamente en Reikiavik, ciudad que le dio asilo en agradecimiento por la fama que él le había regalado a la ciudad en su momento de gloria. Cuatro años después, el 17 de enero de 2008, el genio de los trebejos murió por segunda vez, a causa de una enfermedad renal. Paradójicamente, tenía 64 años: el mismo número de escaques que tiene un tablero de ajedrez.